Otro recuerdo, en el que también caigo a menudo, es la visita que hice hace muchos años a un pueblo de la región italiana de Lombardia, en la provincia de Varese. Un pueblo pequeño de apenas catorce o quince mil habitantes. Un pueblo a las orillas del lago Mayor. Este viaje me llega al recuerdo sin amargura, pero envuelto en ansias lejanas, buscaba a alguien que allí ya no vivía, pero fui decidido a escudriñar su presencia por doquier. Las impresiones que recibía del lugar, de las casas, de las plazas me resbalaban momentáneas. También recuerdo la voz cansina de aquel cura que me acompañaba en aquella peregrinación incierta por sus calles, desde la iglesia de San Pedro, a la de María Assunta, pasando por el Santuario de la ‘Madonna del Carmine’. Yo, ávido y curioso, más que nunca explorador, en busca de un único y preciado tesoro, miraba sin mirar y escuchaba sin escuchar, porque de lo real que veía buscaba lo soñado. Gradualmente asoman al recuerdo una estatua de Garibaldi, creo la primera que se levantó en Italia al gran héroe cuando aún vivía. Una poema de Vittorio Sereni, que encontré en un libro de Historia, años más tarde y que hoy aún conservo: ´Alla svolta del vento/ per valli soleggiate o profonde/ stavo giusto chiedendomi se Fosse/ argento di nuvole o innevata sierra….» Delante de un estudio fotográfico me paré inexplicablemente, como quien reconoce una música o una voz pero no hallé nada. Entonces descendí a mi memoria para recrear un rostro y de aquel vértigo dibujé una sonrisa, que relució como una gota de agua sobre el pétalo de una amapola. El espíritu de esa imagen que en aquellos años yo había codiciado furtivamente me regaló por un soplo de tiempo el sentimiento virtual de la posesión. Una fuerza mágica descendió por mis venas y me sentí Hernán Cortes y Pizarro. El sabor preciso de aquel momento fue el agridulce de un beso robado. Ares y Afrodita sazonaban el veneno de una flecha que volvía certera a hacer diana en todas las secuencias de aquel presente. Al mediodía comí en una trattoria típica, ‘formagella’ muy blanda, ensalada y salami ‘varesino’. El vino que regó la pitanza fue el “Ronchi Varesini” de la zona. No había otro. Yo que en aquellos tiempos jugaba en el escenario a ser otro, disimulé muy bien mis pretensiones. Así mientras mi cuerpo cumplía la misión de turista, mi alma agotaba las reservas de melancolía. Hallarse, imaginar y representar son a veces la misma cosa. En aquel pueblo que se moja perezoso en la costa lombarda del lago alpino celebré a mi musa escribiendo un poema donde convencía a Dios para cambiar la historia y transformar en verdad sustancial, sin error alguno, un sueño irreprochable de amor eterno. Mientras la carretera me alejaba de las últimas casas del pueblo barajé con desorden las decisiones del corazón que decretaron apresuradamente esconder el diamante hallado en una suerte de páramo en los valles de mi corazón. En los siguientes días fingí de haber estado ebrio. Las cosas inolvidables si no se ponen a buen recaudo terminan por hacernos enloquecer.

por @mbellido

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