Viendo las imágenes del emperador de Japón, Akihito, dirigiéndose a los japoneses por la pavorosa circunstancia que atraviesa la nación tras el estremecimiento de la tierra y el tsunami que devastaron parte del territorio el pasado viernes y la amenaza de catástrofe nuclear en la central de Fukushima causada por el seísmo, no podía no recordar mi primera visita a Tokio en 1979. «La tierra del sol naciente», me impresionó ya entonces por tres motivos: su modernidad, su naturaleza y la serenidad de su gente.
El centro de la capital ya estaba poblado de edificios modernísimos y su avanzada tecnología ya se visualizaba por doquier. En las afueras la gran variedad de vegetación en sus bosques con una escenografía formada por castaños, arces, hayas, abedules, fresnos y tuyas hacían respirar armonía y sosiego, la misma que se hallaba en sus jardines tan esmeradamente cuidados. Hice infinidad de fotos a bambúes, magnolios y castaños verdes, pero sobre todo, dediqué carretes enteros a retratar los ciruelos blancos y rojos y los cerezos, que como símbolos de aquella tierra, lucían en todos los espacios verdes de la ciudad. El carácter de su gente, me regaló momentos maravillosos volví encantado, me trataron con una cordialidad exquisita y siempre lograban trasmitirme serenidad y delicadeza. También la paciencia me pareció una de sus virtudes más destacadas. Era impresionante ver con cuanta imperturbabilidad y cariño cultivaban sus bonsáis.
Los japoneses en estos días están dando ejemplo de civismo y también de serenidad ante las tragedias. La ocurrida esta vez entre la noche del jueves y la madrugada del viernes en Japón es de incalculables dimensiones.
Por ese ejemplo de ciudadanía y de aguante: “domo arigato” amigos.

por @mbellido

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