Hay personas que tienen la capacidad de hacernos ver las cosas, los acontecimientos y las experiencias de la vida con ojos que nunca hemos tenido y que quizás nunca tendremos. Las narraciones de mi amiga Françoise tienen esa característica. Me habla de una pintura, de una escultura o de una coreografía y sus palabras crean un nuevo universo, hecho de memoria, de colores, de poesía… que sus palabras hilvanan con pasión y belleza. Hoy me hablaba de un lienzo que había encontrado en la tienda de un anticuario. La imagen era la de un campo de trigo, “un paisaje amarillento similar al oro antiguo”, probablemente pintado de prisa y con una furia que reflejaban las pinceladas, según me decía. “Al centro del paisaje un labrador se secaba el sudor bajo un sol ardiente, también amarillo y oro”. Françoise no me ha explicado la técnica usada, ni las posibles experimentaciones del artista sobre el lienzo. Françoise no ha añadido ninguna consideración estilista de la pintura, sin embargo, en las paredes de mi imaginación ese cuadro está colgado al centro de un espacio oscuro, concentrando una gran luz dorada en la tela. Una luz que como en muchos otros cuadros exorciza el miedo y nos salva de los abismos de las fealdades que nos rodean. Hasta lo más banal de una obra de arte, roza otra escena, que está siempre a la espera y que es la de lo Infinito y de lo Eterno, la del alma inmortal del artista que irrumpe en nuestras vidas para mostrarnos en su plenitud la Belleza.
Françoise con su cometario había convertido el sudor, la fatiga y la soledad de un labrador en un sueño para olvidar el abismo. Soñamos no para evadirnos, soñamos para no olvidarnos, soñamos para vivir más y no perdernos en la espesura de la rutina cotidiana, en la repetición de la demagogia política, en las poses y en las modas que alienan sin ser percibidas.
Françoise después de haber dejado la danza, es hoy crítica de arte, enseña a mirar los cuadros. Es una especialista en capturar la vida y el alma del arte y precipitarla en nuestros corazones.