Ayer hubo luna llena. Mientras volvía a casa, al entrar en una calle, observé a unos niños asomados a un balcón mirándola a través de un telescopio. ¡Seguro que sus ojos eran capaces de reproducir el universo dentro de aquel instrumento óptico! Pensé en Galileo, cuando hace cuatrocientos años, estupefacto y boquiabierto, con un aparato más rudimentario que el de los niños, descubría que la luna tenía montes y valles, que Venus tenía fases similares a las de la luna, que Júpiter tenía cuatro grandes satélites que orbitaban a su alrededor, que Saturno tenía ciertas anomalías, que el sol giraba sobre si mismo y que las constelaciones y la Vía Láctea estaban compuestas de innumerables estrellas. Bendita curiosidad, la de esos niños, que en esta observación les empuja a conocer lo que no pueden llegar a saber. Pensé en la curiosidad que vive en los seres humanos. En la de los adolescentes que siempre quieren llegar mas allá y rebasar fronteras, la de los jóvenes que ponen alas a los sueños, la de aquellos intelectuales con capacidad de auto cuestionarse y de ser sinceros que hacen de la búsqueda de la verdad su fuerza motriz.
La curiosidad es como una lamparilla que alumbra un camino en busca de una meta, que sabe transformar las capitulaciones en victorias. A veces la curiosidad nos aporta descubrimientos que pueden cambiar radicalmente nuestra vida y nuestra historia.
Ejemplar es la curiosidad que nos lleva a observar ese museo original que es la naturaleza y que en cada hoja, en cada planta o en cada insecto nos puede mostrar el momento de un segmento espacio-tiempo lleno de sabiduría. Curiosidad en contemplación, que nos puede enseñar en su nacer, crecer, reproducirse y morir una historia que cambia, la nuestra.

Manuel Bellido

por @mbellido

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