Hay un episodio en Los hermanos Karamázov, la última novela de Fiódor Dostoyevski publicada en 1880, que a menudo recuerdo cuando reflexiono sobre el comportamiento de algunos seres humanos. Se narra de un personaje que ha elegido la revolución para llevar la felicidad al mundo. Un día lo arrestan y en la cárcel, entre otras cosas, le impiden fumar. La esclavitud a la que lo tiene sometido el tabaco hace que a los tres días se predisponga a traicionar a sus compañeros de lucha. Él, que quería dar la vida por un ideal, no puede resistir tres días sin cigarrillos. Es solo una historia en la novela y, sin embargo, muestra las dos tendencias contradictorias que hay en el ser humano: por una parte está dispuesto a dar la vida por la humanidad y, por otra, es esclavo de la propia voluntad a menudo mezquina y circunstancial. No tengo ninguna duda, una de las condiciones indispensables para alcanzar la libertad es librarnos de nosotros mismos. Parece una paradoja, pero el único que puede impedirnos de ser libre es nuestro propio yo. A menudo escuchamos en el ámbito político hablar de libertad, se habla mucho de cómo conquistarla pero no se suele hablar de su esencia real. Muchos entienden y explican la libertad como algo que excluye vínculos con otros seres humanos. Por ejemplo, se explica el aborto como el derecho de la mujer a decidir, y esto está por encima de todo, libertad y de derecho a ser libre, excluyendo o no teniendo en cuenta los lazos que la relacionan con el ser que lleva dentro. El poder político es otro aspecto de la vida del hombre que genera contradicciones. El poder sustituye la búsqueda y el mantenimiento generoso de las relaciones humanas. El poder promete dar acceso a poseer cualquier cosa y cualquier relación. El poder, en la mayor parte de los casos, crea una especie de tela de araña que, posicionando a quien lo ejerce en el centro de situaciones, le hace creer que él domina pero, al mismo tiempo, lo ata y lo obstaculiza para moverse libremente. Estoy convencido de que el ser humano es libre solo cuando ama. La realización de la libertad coincide con el dar. A veces imagino que el ser humano está constituido de dos partes. La primera, siendo sustancia individual, tiende a unirse con otros, a crear relaciones, mientras que la segunda empuja a separar circunscribiendo la vida a límites egoístas para pretender de los demás aquello que le sirve. Por experiencia sé que las limitaciones que nos ponemos en algún momento dejan espacio a un amplio rayo de posibilidades, sin embargo, la que creemos libertad total anula la posibilidad de elección. Mi padre siempre me decía de amarrarme bien los cordones de los zapatos, que si no lo hacía, aunque tuviera sensación de comodidad, habría corrido el riesgo de pisarlos y caerme. A veces para liberarnos tenemos que sujetarnos.

Es del escritor francés Jean Baptiste Alphonse Karr una frase que escuchamos a menudo estos días, viendo las barrabasadas que están llevando a cabo ciertos grupos antisistemas que, amparándose en el derecho a protestar y reivindicar, están acosando, hostigando y asediando a políticos e instituciones: “El límite bueno de nuestra libertad es la libertad de los demás”. También lo dijo Sartre: “Mi libertad se termina donde empieza la de los demás”. A menudo se olvida que la libertad es esencialmente responsabilidad y en nuestra sociedad moderna es el derecho a hacer lo que las leyes que nos hemos puesto permiten. Si un ciudadano tuviera derecho a hacer lo que las leyes prohíben, ya no podríamos hablar de libertad, pues cualquier otro tendría el mismo derecho. La libertad es un don y una conquista que se puede alcanzar con la tolerancia, el conocimiento y el respeto a los demás. Lo reitero: el ser humano experimenta y disfruta de la libertad cuando ama. Lo demás es ensuciarla.l

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