El escenario de mi infancia en la memoria es un patio. Mas que un lugar, un universo. Allí confeccionaba sillas de enea Pepe el carpintero, pintaba deliciosos paisajes José Luis, un joven artista que se ganaba la vida con los pinceles y los lienzos. Otros personajes secundarios eran las vecinas que iban y venían charloteando al lavadero que se encontraba al fondo de un largo corredor en el otro extremo del patio y la hija de Rosario que jugaba con sus cocinitas y sus muñecas en la ventana de su habitación. Sin embargo  para mí, el personaje principal que habitaba este escenario, era mi abuela materna. Allí en aquel rincón que se llenaba de un templado sol  hasta el medio día, mi abuela pelaba habas y guisantes, limpiaba cardos y tagarninas y cosía todo aquello que era viejo y que tenía que seguir pareciendo nuevo. Con esos mismos hilos zurcía en mi como parches y bordados su origen y sus recuerdos;  personajes reales o de ficción que se tornaban de carne y hueso. Conocí la vida de un marido que se agrió, de un niño que no nació, de una joven que murió de amor, de unos soldados que no volvieron de la guerra, del hambre mala y de las cartillas de racionamiento, de la tristeza de mi tía Maruja y de un conocido que se volvió loco de tanta amarga insolencia. Mientras hablaba, de vez en cuando su respiración se hacía honda; con el tiempo aprendí que eran suspiros. Quiso enseñarme la diferencia entre escuchar y estar en silencio, entre perdonar y olvidar, entre querer y soportar. Me enseñó a cerrar los ojos y ver con mayor claridad. Me enseñó esas oraciones que  aún hoy recito. Me decía que quien rezaba bien vivía mejor y por el contrario  quien rezaba mal o no rezaba vivía peor. Mi abuela era la que contaba lo que nadie contaba, aquellas cosas que nadie me ha vuelto a contar.

por @mbellido

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