Decía Benjamin Franklin que de aquel que opina que el dinero puede hacerlo todo, cabe sospechar con fundamento que será capaz de hacer cualquier cosa por dinero. Desde pequeño crecí con la conciencia que hay cosas que el dinero no puede comprar, pero mirando a mi alrededor y reflexionando sobre lo que percibo y observo tengo la sensación que hay una corriente que se va imponiendo en nuestra sociedad que trata sin escrúpulos de hacer posible la compra-venta de casi todo. Viajando y visitando recientemente algunos países de oriente, me atropellaba a menudo en la puerta de los hoteles o en los centros comerciales una especie de eslogan subliminal: “todo se compra, todo se vende”.
A todo nos acostumbramos. Estamos pasando de considerar normal ver personas dispuestas a pagar dinero por saltarse una cola o dejarse pintar el coche o tatuar el propio cuerpo con mensajes publicitarios, a conocer casos de personas que venden sus órganos a cambio de dinero o que dan sus hijas en matrimonio a cambio de un par de cabras. Hay países que contratan mercenarios para combatir guerras, empresas que compran el derecho de contaminar, funcionarios que venden el derecho de residencia a sin papeles, políticos que compran votos, individuos que compran sexo, traficantes que venden muerte en sobrecitos de cocaína, dictadores que compran voluntades, futbolistas que pierden para ganar apuestas, periódicos que mienten a cambio de suculentas ayudas. Mi impresión es que en muchos casos se ha pasado de practicar una economía de mercado a transformar la sociedad en un mercado. Medicina, educación, investigación farmacéutica, leyes, artes, deporte, vida familiar y relaciones personales… se han visto y se ven contaminadas en muchos casos por la obsesión del dinero. Es normal que nos preguntemos como se podría poner freno a esta esquizofrenia del poseer. Urge que surjan líderes e instituciones que puedan tutelar bienes morales y civiles, esos que el poder y el dinero no duda en intentar comprar.