Me contaba Andrés que mientras caminaba esta mañana, bajo los plátanos de esa avenida paralela al río, tuvo la cristalina sensación de qué cuanto hacía para ganarse la vida en estos años, no era lo más congenial con su manera de ser. Vivía a disgusto y su rutina diaria y su soledad le pesaban cada día más. No era la primera vez que tenía esta impresión. Había sentido en muchas otras ocasiones el deseo de cambiar, de abandonar el actual modo de vida y mudar de aires. Sencillamente no supe que responderle. Es difícil penetrar en las simetrías secretas de los pensamientos ajenos, sobre todo cuando de lo que se trata no es solo de cambiar trabajo sino de asentar la vida y acomodarla también a los sentimientos. Se que Andrés vive desde hace años enamorado de una mujer algunos años mayor que él, conocida de manera casual durante un baile en una fiesta de verano, en un pueblecito cerca de Santillana del Mar. Recuerdo con pelos y señales lo que me contó de ese encuentro a la vuelta de aquellas vacaciones. Me habló de una noche estrellada, de la orquesta que tocaba canciones de los años sesentas, del vestido de seda que llevaba ella, de sus ojos, de la complicidad que se estableció entre los dos desde el primer momento y del primer beso que se dieron en la penumbra del portón de la casa de ella cuando la acompañó entrada ya la madrugada. Se ven una vez al año, todos los veranos, el viaja hasta su pueblo en una peregrinación de amor, se escriben postales y se hablan por teléfono en ocasiones especiales. Ella tiene un pequeño restaurante, esos de manteles a cuadros rojos, blancos y verdes, heredado de sus padres que hoy gestiona sola, cocinando, inventando platos nuevos y ayudando de vez en cuando a la camarera para servir a los clientes. Andrés, en el fondo de su corazón, desearía dejar su rutina de administrativo en la gestoría donde trabaja y subirse al tren que le lleve a compartir con ella el resto de la vida. Andrés quisiera envolverse para siempre en ese amor de verano que nunca olvidó, dejarse acariciar por esa mano fresca, ligera y llena de pasión que un día estrechó, envolverse en los olores de cocina de ese restaurante y en los aires de aquellas tierras de la costa occidental de Cantabria. Sin embargo Andrés tiene miedo y esa sensación fue la que me transmitió esta mañana. Sabe que el paso a dar es arriesgado y, para hacerlo, tiene que cortar los puentes que deja atrás, sabe que no puede a su edad hacer experimentos.
Me encantaría que su historia tuviera un final feliz y los próximos años de su vida fueran tiernos y gustosos como los platos que prepara Amaya en su restaurante de manteles a cuadros.

por @mbellido

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