Cuando era niño mi madre me explicó un día, mientras regaba las macetas de geranios que tenía en el patio de casa, que la tierra es la casa de las plantas. Allí escondían su corazón, que eran las raíces. “¿Las raíces entonces viven escondidas en la oscuridad?” le pregunté yo. “Si, cómo el corazón que está escondido en nuestro cuerpo” me respondió ella.
Más tarde estudiaría en el colegio que las raíces podían ser axonomorfas, fasciculadas, napiformes, tuberosas y ramificadas. En aquellos meses me dio por arrancar plantas cuando estaba en el campo para descubrir cómo eran sus raíces. Pasó aquella manía y olvidé con el tiempo algunos de sus nombres y formas, lo que no olvidé nunca es que la raíces servían para agarrar las plantas al suelo y para succionar el agua y las sales minerales de la tierra. Con este concepto de raíces he afrontado la lectura de un libro: LAS RAÍCES GRIEGAS DE LA EUROPA CRISTIANA de Sylvain Gouguenheim. En su lectura se comprende que los textos de Platón, Aristóteles, Hipócrates y Euclides fueron escritos en lengua griega, al igual que los Evangelios. Ambos tesoros culturales, de interés subsidiario para los centros de saber musulmán, en ningún momento se perdieron ni fueron olvidados en el seno de Europa durante la Edad Media. Fue gracias al trabajo e interés de individuos, comunidades e instituciones del ámbito cultural cristiano (o al menos no musulmán) que muchos pudieron ser traducidos primeramente al siríaco y más tarde directamente al latín. En ningún momento, pues, llegó a perderse el vínculo y el hilo conductor de las dos principales fuentes espirituales de Occidente: la cultura griega, ampliada por la aportación romana, y la religión cristiana.
En 1982, cuando su primera visita a España, el Papa Juan Pablo II, en el escenario incomparable de Compostela, lanzó al mundo un llamamiento impresionante. Desde aquel lugar santo, a donde los europeos de todas las naciones habían peregrinado desde hacía más de mil años, las palabras del Pontífice resonaron con especial solemnidad: «Yo, sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del Cristianismo en todo el mundo, yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: ¡Vuelve a encontrarte, sé tú misma, descubre tus orígenes, aviva tus raíces…!».

Debajo de este continente viven adormecidas unas raíces cristianas, prontas a despertar de su letargo si los ciudadanos lo quieren y los políticos lo consienten. En un momento de desorientación tan profundo, estas raíces servirían para dar unidad en la diversidad, para sostener decisiones a favor de la sociedad y para succionar valores que impulsen a esta tierra a un nuevo Renacimiento de desarrollo y progreso, que no puede avanzar solamente tirada por un Euro tan maltrecho.

por @mbellido

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