Televisiones a la carta para consumir desgracias ajenas

Por la emisión en TV de un partido de futbol que quise ver, me tragué el informativo de la noche en una cadena diferente a la que suelo acudir para ver el telediario. Fue una experiencia algo traumática. Tengo que confesar que la elección de noticias y la secuencia que proponía su presentadora me sorprendieron produciéndome un cierto sentido de tristeza similar al que produce la depresión. El motivo de mi desazón y malestar se debía a la constante entronización que se hacía de violencia y catástrofes. Muchos de esos sucesos luctuosos parecían tener la inquietante característica, aparte de provocar un cierto morbo, de propalar lo negativo, lo injusto o simplemente lo escandaloso, solo por razones comerciales o políticas. También pude pensar que lo hacían con el deseo de poner de manifiesto el exceso por el gusto del exceso, con la intención de consolidar un cierto tipo de audiencia. Mi incomodidad probablemente provenía por la ausencia en los relatos del dolor sentido por las víctimas, y del dolor compartido por quien relata el suceso. Ese ojo televisivo que dicen que todo lo ve, parece en determinados momentos, carecer de corazón y de una mirada humana. Más bien parece una mirada fría y pétrea que reproduce una instantánea manipulada, fijando en nuestra pantalla algo que sucede, pero enmarcándolo en un subliminal marco político que nos deja alusiones y nos llevan a conclusiones que nada tienen que ver con lo que se nos muestra. Tanto exceso y tanto desecho nos muestra un mundo en desintegración solo mejorable por los nuevos profetas del populismo que a continuación se les planta el micrófono delante para que hagan sus declaraciones de salvadores y mesías. Una televisión dudosamente al servicio del bien común que crea autómatas indoloros y consumidores de desgracias ajenas o potenciales votantes de vendedores de paraísos y de asaltos.