Recuerdo con ternura una escena de mi infancia en la casa paterna. Me había caído saliendo del colegio y el tropezón había dejado en la rodilla algunos rasguños. Mi madre me había puesto agua oxigenada y mercurio cromo. Con el germicida había limpiado la herida y con el antiséptico, me decía ella, había matado a los microbios. Me escocía y ella soplaba sobre la herida par aliviar el dolor. La reflexión que hoy hago es sobre el misterio que se esconde en el sufrimiento, pequeño o grande que sea. El sufrimiento siempre aparece con preguntas. Cuando somos niños y el dolor aparece, son nuestras madres las que responden. Responden incluso antes de que preguntemos. Cuando somos adultos y faltan nuestras madres estamos obligados a mirar esa realidad del dolor con madurez y responsabilidad. Cuando aparece el dolor en nuestras vidas se caen de repente infinidad de caretas y es, sin duda, un momento privilegiado para enfrentarnos con la verdad y con las preguntas que este trae.
El dolor que encontramos en un ser querido desmantela nuestra fortaleza y nos sentimos impotentes ante la imposibilidad de disiparlo. Nos quedamos a veces bloqueados, nos sentimos inútiles y sin capacidad para aliviar, aconsejar o eliminar el dolor. Entonces soplamos sobre la herida ajena. Soplamos en un acto reflejo sin ninguna racionalidad. Soplamos tímidamente y timoratamente para evitar hacer aún más daño. Casi siempre callamos porque las palabras nos mueren en la garganta. Es intenso el pensamiento de Henri Nouwen en este sentido: “El amigo que está en silencio con nosotros, en un momento de angustia o incertidumbre, que puede compartir nuestro pesar y desconsuelo… y enfrentar con nosotros la realidad de nuestra impotencia, ése es el amigo que realmente nos quiere”. El dolor es uno de los grandes enigmas de la existencia humana. Todos nos cuestionamos su sentido cuando aparece en nosotros o en los demás. El hombre de la calle, el político, el agnóstico, el intelectual, el sacerdote, todos se cuestionan su sentido y cada uno responde a su manera, pero el dolor es el mismo: el que no cree en su trascendencia lo maldice y el hombre espiritual lo asume con gozo. «La verdadera alegría, profesaba San Francisco de Asís, está en la cruz». Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer pero le grita mediante el dolor: el dolor es su megáfono para despertar a un mundo adormecido. Soplar sobre la herida es aceptarlo y querer darle un sentido

Madre e figlio (1905)
Pablo Picasso

por @mbellido

La web del periodista Manuel Bellido Bello con opiniones, artículos y entrevistas publicados desde 1996. Manuel Bellido https://en.gravatar.com/verify/add-identity/09e264a7e3/manuelbellido% 40manuelbellido.com

Los comentarios están cerrados.