En los viajes siempre me acompaña un cuaderno. Me gustan esos bloc de anilla, ni demasiado grandes ni demasiado pequeños. Me gusta anotar impresiones con el bolígrafo y con la cámara fotográfica. Cuando se miran las fotos de un viaje, se recrean en la memoria los olores, colores y sensaciones que probamos. Releer las notas del cuaderno a mí me ayudan a entender mejor lo que he vivido. Todo aquello que despertó mi atención, mi curiosidad, mi interés. En muchos de estas libretas que conservo, releo apuntes sobre las personas que observo en las estaciones, en las paradas de autobús, en los mercados, en los bares, en las puertas de las escuelas… Imagino las vidas de estas personas que allí nacieron, estudiaron, trabajaron, se casaron, tuvieron hijos o nietos dejando una huella en ese transito terreno por aquella ciudad. Las ciudades, lo he dicho muchas veces, son sobre todo, las personas que la habitan.
En una de estos diarios de viaje, tengo anotaciones sobre un grupo de personas que conocí en mi último viaje a Shangai en República Popular China. Ella creo recordar, que se llamaba rong li o Rendy. Ella escribía, era una mujer de gran sensibilidad, era poetisa. Sus versos estaban llenos de flores. Su alma era un jardín, como lo terrenos que cultivan plantas, ella cultivaba colores, perfumes y formas. Sus palabras eran lo más selectos de las especies que cultivaba. Recuerdo unos versos sobre una flor amarilla. Anoté en mi libreta que aquellas palabras, incluso traducidas malamente, daban y esparcían un olor agradable que como una enredadera trepaba por la piel y se instalaban en alguna parte del corazón. La conversación con amigos me permitieron, más allá de los inevitables comentarios sobre la ciudad, acercarme con la intuición a una China antigua, romántica y misteriosa. Rendy me regaló, antes de que yo tomara el avión de regreso, un folio de papel, donde estaba escrito en la rara y exótica caligrafía china un poema sobre una pequeña flor amarilla. Ya sus formas y rasgos me hablaban, sin aún entender el contenido, de la pureza de cierto arte abstracto, que como la música expresa pureza y armonía. Confucio afirmaba que “todos los hombres tienen la misma naturaleza”, así que mi idea de los chinos se volvió a desmoronar. Aquella sensibilidad me hizo olvidar las canteras de albañiles construyendo edificios a gran velocidad o los talleres repletos de costureras trabajando día y noche. Anoté aquella noche en mi libreta que la sensación que había probado recogiendo en mis manos ese folio y escuchando el delicado poema de la pequeña flor amarilla era similar a las emociones que probé durante años cuando vivía Florencia y mi curiosidad me llevaba a contemplar una obra de arte. Esa emoción de sumergirse en un sentimiento que desconcierta por el exceso de belleza y perfección de las formas. Hoy volviendo a mirar ese folio, me pareció que necesitaba tomar aire, como quien quiere reponerse de un vértigo o un mareo.

por @mbellido

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