Fue hace muchos veranos en el tren. Yo tenía veinte años. En el vagón una familia entera. Padre, madre y dos críos de no más de 8 o 9 años cada uno. Atravesábamos Francia camino de Italia. En el ambiente, una discusión familiar en la que el marido intentaba involucrarme intentando hacerme cómplice de su machismo exacerbado. La tremenda autoridad de éste y  el tono de su voz me apabullaban.  Yo escuchaba en silencio y trataba de evitar, al mismo tiempo, la  mirada  hermética y triste de la madre, que sentada a mi lado me lanzaba constantemente una especie de SOS, como si yo pudiera alejar de aquel compartimento la negatividad que lo estaba invadiendo. En realidad era un monólogo; ella apenas respondía.

El paisaje que atravesaba el tren en esos momentos no era atractivo, era monótono, diría más, era  gris. El marido estaba situado en el asiento cercano al pasillo, la mujer en el asiento central  y yo a su derecha en el asiento de la ventanilla. Los niños en los asientos de frente apoyando en el asiento vacío del centro una especie de rompecabezas de plástico.  La situación era muy complicada y mi pensamiento intentaba trasportarse  a otros lugares,  a otros rostros más serenos y a otros momentos más felices. Escuchar, aceptar, no podía hacer otra cosa. No podía levantarme y salir de aquel compartimento que me estaba envenenando. La mano de la mujer había atravesado el espacio del reposabrazos y discretamente apretaba fuertemente la mía ocultando, a los ojos del marido y con un jersey, la acción consumada. El calor que me trasmitía era intenso mezclando en mí sensaciones contrastadas. Compulsividad  de la atracción, sentido de culpa, sensación de exclusividad, temor que llamaba a la puerta de lo volitivo.  Los minutos no pasaban, todo se había parado y yo me sentía cada vez más bloqueado.

Cuando menos lo esperaba el hombre se levantó y salió al pasillo desapareciendo de la escena. Ella se volvió hacia mí y me susurró en un tono triste y a la vez desesperado una sola palabra: “perdóneme”. La miré susurrándole yo también unas palabras: “no pasa nada, te comprendo” Yo también me levanté y salí al pasillo a tomar un poco de aire. La noche estaba llegando y sentí miedo de no saber gestionar en las próximas horas aquella situación que se había creado.

Aquella mujer me regaló en aquel viaje  estremecimiento, insomnio, soledad y una guerra sin fin con mi paz interior. Más que un viaje fue una entrega de pasión que no habían entrado en mis planes y que se esfumó con la llegada del alba.  La mañana me devolvió un sinfín de vida  y una herida más, de esas que nos acompañan toda la vida.

por @mbellido

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