Todos tenemos un estilo de vida. Se trata de nuestro modo de vivir, de nuestras aficiones, de nuestros hábitos. Son costumbres que nacen de la influencia de la sociedad que nos rodea, de la cultura en la que hemos nacido y crecido, de la educación que hemos recibido y del ambiente laboral y social donde nos movemos. Nuestro estilo de vida tiene mucho que ver con nuestra identidad porque, en definitiva, se trata del modo en que entendemos la vida y que se traduce en comportamientos diversos en el ocio, sexo, modo de vestir, modo de alimentarnos… etc. Opino que tener un estilo de vida implica una opción consciente, y más o menos libre, de un determinado sistema de comportamientos, descartando otros. Hoy ya no solo se habla de estilos de vida sino que se añade al término otras coletillas que ayudan a definirlo aún más. Son los casos, por ejemplo, de estilo de vida responsable o estilo de vida sostenible. Analizándolos yo siempre me pregunto “responsable” para quién y “sostenible” para quién. Todos sabemos que sostenible, en general, se suele definir como “satisfacer necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la misma posibilidad a las generaciones futuras”. Por tanto, tengo que entender que un estilo de vida sostenible significa consumir lo necesario, sin contaminar, sabiendo reciclar, no reduciendo irresponsablemente los recursos fundamentales, no destruyendo la naturaleza, limpiando aquello que se ha ensuciado, respetando, en definitiva, el medio ambiente.
Cuando un acto o modo de hacer y de actuar, de proyectarse al exterior, se convierte en hábito y forma parte del cotidiano, éste ya es un estilo de vida consciente, que se consolida por la continuidad y perseverancia en practicarlo y presupone ser fieles y coherentes con los motivos que nos han empujado a escogerlo. Se trata, pues, de un compromiso diario que influencia cada uno de nuestros actos y decisiones, que interpela constantemente nuestra conciencia y que hace madurar, entre otras, nuestra sensibilidad ecológica y social. Hay que reconocer, por tanto, que el estilo de vida no repercute solo en la esfera individual, su dimensión trasciende claramente al entorno. He visto recientemente como personas que hasta ahora usaban su coche para desplazarse por la ciudad han comenzado a sustituirlo por la bicicleta. Han cambiado algo en su estilo de vida y su elección responsable y sostenible seguramente repercute beneficiosamente en la limpieza del ambiente. Usar los servicios de transporte públicos sustituyéndolo por el propio vehículo altera el estilo de vida, pero presupone un beneficio para el entorno ciudadano. Dividir la basura y utilizar con responsabilidad los distintos contenedores, también. Controlar la cantidad de alimentos que se compra para usar el necesario y no tirar al final lo que sobra, consumir con responsabilidad el agua, la energía, usar los detergentes adecuados, comprar solo lo necesario y no compulsivamente, arriesgando que el trastero se vaya llenando de cosas inútiles que compramos un día solo por capricho…, todo eso forma parte de nuestro estilo de vida, de nuestra marca personal. Para desarrollarla en función de nuestro trabajo o de nuestras relaciones sociales hay que gestionarla con disciplina y tesón. Hasta Don Quijote lo dijo: “Más vale el buen nombre que las muchas riquezas”.
Manuel Bellido