Seguro que alguna vez os habrá sucedido, escuchando una conferencia o intervención de personajes de la vida pública, percibir discursos ajenos a vuestra realidad, que no os tocaban emocionalmente, cuestiones incomprensibles, que no aportaban novedad o sorpresa, palabras que os sonaban a hueco, que no conectaban con vuestra vida y os habéis enajenado pensando en otra cosa. Probablemente esa sensación no excluía la certeza de que, en alguna parte del discurso, había algo de verdadero e incluso de aceptable.
La verdad es que cada vez más ciertos discursos, sobre todo políticos, nos resultan repetitivos, machacones y demagogos, huelen a viejo o nos parecen superados y fuera de lugar. Es posible que nos haya pasado también alguna vez escuchando una homilía. El sermón podía estar confeccionado con hermosas palabras y con referencias profundas, pero al final terminábamos preguntándonos si realmente servía a la vida cotidiana aquello que escuchábamos.
Ciertos discursos decepcionan o ni siquiera nos rozan, porque tenemos la sensación de que no estimulan ni al corazón ni a la cabeza.
Escuchando ciertas intervenciones en los telediarios o en las ruedas de prensa, resulta evidente que no siempre todos aquellos que tienen responsabilidades en una comunidad, grupo social o político se preparan concienzudamente antes de hablar, y no lo digo solo por el hecho de las malas formas lingüísticas usadas, lo digo porque falta en sus exposiciones sustancia vital. Eslóganes todos los que queramos y dardos envenenados al contrario a mansalva. Respuestas actuales a problemas reales pocas, y ya ni siquiera ilusiones. La triste realidad es que, salvo dignas excepciones, nuestra sociedad parece empobrecerse cada vez más de contenidos y de formas.
La valoración de los políticos es cada vez más baja porque la gente se cansa de escuchar palabrería y argumentos que no interesan y percibe en sus intervenciones que su labor se reduce a crear nuevos problemas y no en resolver los existentes.
Y, como he dicho, no es solo cuestión de contenidos, es también cuestión de articulación y de lenguaje, es decir, de forma.
El lenguaje se atrofia y se empobrece sino existe un esfuerzo por enriquecer el vocabulario y comprender aun más las complejas relaciones entre las palabras, para aportar mayor claridad cuando expresamos nuestras ideas y sentimientos.
Para ello se impone un esfuerzo constante y sin duda la lectura es el mejor instrumento para ese enriquecimiento. He comprobado que esforzarse en escoger en cada instante las palabras más adecuadas no solo mantiene el intelecto más despierto sino que purifica y enriquece nuestra comunicación, la simplifica y la hace más accesible y clara. El esfuerzo en el lenguaje es en realidad el esfuerzo sano de la vida. Mejor nos comunicamos, mejor vivimos. Se trata de encontrar como Marie Cardinal “Las palabras para decirlo”. Este libro me ayudó a comprender la importancia de escoger con esmero las palabras para entendernos a nosotros mismos y para que los demás nos entiendan. Es también la importancia de llamar a las cosas por su nombre, no importa que hablemos como políticos, padres o madres, maestros, vecinos de comunidad, compañeros de trabajo o pareja. He escuchado decir a José Antonio Marina que “la gran creación de la inteligencia es la capacidad de expresar, decir, comunicarnos, escribir”. Podría ser una meta para algunos de nuestros políticos. Siempre que tengan algo que decir y quieran hacerlo, y no marearnos con palabras huecas.

por @mbellido

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