Entra por el balcón la luz apaciguada de una farola ambarina de la calle. Me hace compañía cada noche. A veces me despierto y su dulce claror me conforta. La farola vigila sobre la calle taciturna y llena de sombras y oscuridades. Incluso cuando el amanecer empieza a rondar y el despertador se dispone emitir su alarma, la farola sigue encendida. La amenaza del alba o de los primeros rayos de sol no la asustan, ella es consciente de su compromiso y de su actividad, sabe que su misión es velar para que las oscuridades no impongan su negrura.
A veces doblego mi voluntad y me levando, me acerco al balcón y la observo. Allí está implicando a las paredes, al asfalto, a los coches, a los portales y a las ventanas en su complicidad lumínica. Su luz aleja los temblorosos presentimientos del miedo y los asechos de las malas almas. Yo me sumerjo en la magia de los sueños que vuelan sobre los descampados, las ciudades, los bosques y las montañas del mundo, abandonado a mi curiosidad que quiere descubrir nuevos colores.
Se que la noche poco a poco se gasta y se termina, vuelvo a la cama esperando la blancura de la mañana. Cuando suena el despertador sospecho que la luz de la farola tiembla porque ve peligrar atropelladamente su existencia nocturna. Sonrío esperanzado porque se que aunque en un instante estremecido su luz morirá, revivirá de nuevo al terminar este día.

por @mbellido

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