Hace 20 años, el 9 de noviembre de 1989, caía el Muro de Berlín. Después del anuncio de que ya no es necesario el visado para pasar al oeste, una fila de casi un kilómetro de personas se congrega en la Puerta de Brandeburgo. Mientras esa muchedumbre grita y se agita en el ansia de atravesar una puerta hacia la libertad, en la otra parte alguien comienza a abrir una brecha con un pico. Pasados dos minutos de la media noche, el muro cede. Se terminan así 28 años de pesadilla. Exultantes de alegría, los berlineses los festejan toda la noche.
Actualmente todos los alemanes siguen pagando en sus nóminas mensuales una “cuota de solidaridad” destinada a la reconstrucción de Alemania. Los costes de la reunificación hasta la fecha han sido de 1,2 billones de euros. La unidad ha costado mucho dinero y hubiese sido inviable el cambio sin ese esfuerzo material gigantesco. Hoy la zona este no tiene nada que ver con la que conocí en 1978 cuando, con un permiso especial, visité la otra parte del muro y algunas ciudades que vivían bajo el control de la URSS. Modernas autopistas y ferrocarriles veloces atraviesan cinturones de viviendas con arquitectura reciente y modernas zonas industriales. El Berlín del este que conocí estaba lleno de agujeros, casas viejas y ruinas de la guerra.
El muro de la vergüenza o «Muro de Protección Antifascista» (Antifaschistischer Schutzwall), según de que parte de observara, me produjo una sensación de depresión que me duró semanas. Hoy, como reliquias, millones de trocitos se guardan en muchos lugares del mundo para recordar algo que nunca más tendría que pasar.
Otra reliquia, de ese pasado, menos positiva esta y que diferencia una zona de la otra, sigue siendo el paro. Desde hace años, comparando una zona con la otra, sigue existiendo la misma diferencia en las tasas de ocupación: el este tiene el doble de paro que el oeste, sobre todo entre los jóvenes que no terminan de ver nuevas prospectivas.
Los efectos sobre la mentalidad de los 45 años de sistema comunista no se cambian así como así. El dinero no puede transformar de la noche a la mañana costumbres, hábitos y estructuras. Sin embargo, es curioso notar que valores muy positivos que se fortalecieron precisamente en los años de la división, hoy están desapareciendo, como la solidariedad entre obreros o entre vecinos de una barriada, el sentido de la familia y su importancia, la creatividad que nacía ante la precariedad. La peor mentalidad consumista occidental parece estar arrasando con todo eso.
La unidad alemana es un milagro también forjado por personajes que trabajaron intensamente para lograrla. Hoy algunos medios de comunicación y los actuales dirigentes políticos han preferido no recordarlos. Me estoy refiriendo al que fue obispo de Cracovia, Karol Wojtyla y mas tarde Juan Pablo II y al obrero de Gdansk, Lech Walesa, que con su labor y su fe hizo temblar el régimen polaco y, desde allí, impulsó como en un efecto dominó el derrumbe del Muro de Berlín y del imperio comunista. Ellos dos son los dos grandes olvidados en estas celebraciones de la caída del Muro de Berlín.
La unidad alemana es un ejemplo para toda Europa, una unidad que no significa eliminar las diversidades, sino más bien seguir juntos detrás de una idea, de una gran idea. La idea de Europa la tenemos y también sus raíces.
¿Por qué será tan difícil poner de acuerdo a los políticos europeos? ¿Por qué será tan difícil para ellos hacer un ejercicio de memoria histórica sin meter la pata? Ejemplo, la última gafe de Zapatero al comparar la caída del Muro de Berlín con la Transición a la democracia en España. Una cosa es una cosa y otra es otra.
No olvidemos. Como ha dicho Merkel, lo que se festeja hoy “es el resultado de una larga historia de opresión y de lucha contra esta opresión”. Que nunca se repita.
Manuel Bellido
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