Hoy, mientras esperaba el momento de intervenir en una entrega de galardones, en el auditorio de un centro de congresos en la provincia de Cádiz, sentado en la mesa que presidia el escenario, miraba los rostros de las personas que asistían al acto. Observaba cada uno de esos rostros mientras reconocía que el primer impacto con los demás es casi siempre a través del rostro. En el encuentro con otra persona, nuestra mirada busca instintivamente la otra mirada. La potencia de la mirada que se cruza con nuestros ojos es cegadora como el brillo solar; una chispa que sacude nuestro cuerpo. La primera mirada del otro en el encuentro, es astilla de una combustión, delirio de brazas en el alma que genera una especie de curiosidad, de ansia y una carga momentánea y imperceptible de responsabilidad. No se puede sostener la mirada de otro ser sin sentir un escalofrío de infinito. La mirada a veces sonríe y ésta invita al ignición. En el primer instante de la mirada hay silencio, un silencio que se revela y, que a veces, es todo un estruendo. Esta mañana un mar de miradas producía olas que invadían mis ojos. Muchos ojos no hacían un ellos, hacían un número incuestionables de yo. A menudo, ante una mirada nos sentimos llamados a jugarnos la vida, porque en ella descubrimos un átomo, una brizna de un misterio por descubrir. Los cálculos se hacen triza ante otros ojos que nos penetran y el huracán de las emociones devasta nuestros pensamientos mezclando recuerdos, impulsos y deseos. Después de ciertas miradas ya no queda tiempo para levantar diques. Ante algunas de las miradas que entrecrucé esta mañana imaginé capítulos finales, desconociendo prólogo, capítulos y epílogo de la materia.