Cuando se viaja a menudo y se hace con respeto y admiración, las ciudades que se visitan pueden terminar guardadas en el mejor cajón de los recuerdo como el mejor de los sentimientos. De casi todas las que visité a lo largo de mi vida guardo imágenes de monumentos, calles, plazas, museos, pero sobre todo, conservo añoranza de Vida. Cuando hoy hablo de alguna ciudad a mis amigos les refiero sobre todo, atmosferas, miradas, palabras, abrazos, acogidas o rechazos y latir de corazones. Las ciudades son al fin y al cabo sus habitantes, es decir, personas.
Cada ciudad que he visitado, más que una meta, ha sido un tramo de camino con alguien, entre un fin y un origen. En cada una de ellas me he deslizado entre la gente que abarrotaba calles y plazas buscando a menudo la luz de otros ojos que reflejasen el alma de la ciudad. Observarlas desde lejos, desde lo alto o desde sus centros históricos ha sido casi siempre un ejercicio de trasplantar mis ojos en los ojos de un acompañante circunstancial, para ver lo que de otra manera no habría visto nunca. Bajo la ardiente luz de un verano, en el viento de hojas anaranjadas del otoño, pisando el manto blanco del invierno o respirando fragancias de primavera, siempre encontré una mano y una voz que dirigía mi mirada hacia el detalle de una torre, de una callejuela, de un mosaico, de una gárgola, de un balcón engalanado de flores, de una vidriera de arco iris, para contagiarme una emoción. Las ciudades son sendas emboscadas de emociones, extravíos discretos del corazón, santuarios de sensaciones, cauces de estremecimientos, frágiles trasparencias de vidas vividas.
Será por ese motivo que mis diarios de viajes, están llenos de nombres de personas que me transmitieron sustancia de vida. Muchas páginas contienen anotaciones minuciosas de miradas y palabras escuchadas u omitidas, de encuentros y adioses, de flechas disparadas por el hijo alado de Venus y Marte y de nuevas amistades.
Las ciudades son también personajes que certifican la verdad de la historia. Hice mías las huellas de San Juan de la Cruz en Toledo, de Antonio Machado en Soria, de Tiziano en Venecia, de Mozart en Viena… La vida de ciudadanos y transeúntes que a lo largo de la historia han residido en cada ciudad han ido tejiendo emboscadas emocionales, en iglesias, palacios, muros o senderos. Buscar y encontrar esas huellas forma parte indispensable del encuentro con las ciudades.
El camarero del restaurante, la recepcionista del hotel, el guía del museo, el guardia de tráfico, el vendedor de flores, el quiosquero o la mujer que hacia la cola delante de nosotros esperando que abrieran el teatro han sido a menudo una ventana que se abría y me dejaba contemplar una parte del intimo corazón de una ciudad; que me permitía amarla como aquella donde nací.
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