Dialogaba el otro día con mi hija, que está estudiando psicología, y nos preguntábamos si la felicidad es un concepto encasillable solo dentro de la nebulosa filosófica/ moral o si se podía considerar también en la dimensión psicológica.
Pensando en conceptos a veces nos podemos perder, sobre todo cuando la relación que se crea entre sujeto y objeto del pensamiento se bloquea por falta de experiencia de vida o de conocimiento exhaustivo, pero, dialogando, casi siempre se encuentra con mayor facilidad la vía para la comprensión. Gloria afirmaba que, aunque la felicidad es algo sujetivo, existen rasgos en los que se puede reconocer una vida feliz. Las personas felices se gustan a sí mismas, tienden a ser extrovertidas, sienten un mayor autocontrol personal y son en general optimistas.
Lo cierto es que las personas felices se relacionan mejor. Quizás porque, al contrario de Sartre que pensaba que “el otro es mi infierno”, las personas felices piensan que las otras personas son indispensable para la propia felicidad, porque es precisamente desarrollando la capacidad de relacionarse positivamente que nos encontramos en el camino correcto para obtener una buena salud mental.
Llegábamos a concluir que un estado mental en el que tengamos pensamientos placenteros durante buena parte del día es un signo de vida feliz.
Tratábamos de recordar momentos de felicidad en nuestra propia experiencia y casi siempre coincidíamos en que la mayor parte de estos se habían producido después de haber hecho algo bueno por alguien, momentos en los que habíamos dado felicidad a alguien, como un boomerang, habían regresado a nosotros en forma de bienestar emocional. Cuando se es “altruista”, por llamarlo de alguna manera, se suele alejar de nuestra mente el autoexamen y la introspección que busca y se queda en los límites y errores, problemas y dolores personales.
Todos somos conscientes de encontrarnos bien cuando nos sentimos importantes o necesarios para alguien, cuando nos sentimos capaces de ayudar, de echar una mano, de hacer brotar una sonrisa en alguien, de haber cubierto alguna necesidad en otro ser.
Llegamos a la conclusión de que la vida feliz nace casi siempre del dar que abre la puerta al recibir, al intercambio personal, necesario para el bienestar auténtico.
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