Hay obras de arte, cuadros y esculturas, que esperan pacientemente, expuestas en sus museos, la visita de seres humanos dispuestos a recibir su mensaje. Cuando ambos se encuentran de frente, por primera vez, ese instante es una especie de unión mística. Que yo recuerde, en mi vida, he tenido más de uno, de estos sublimes encuentros: “La Gioconda”, en el Museo del Louvre de París, “La Madonna col Bambino e angeli” en la Galleria degli Uffizi de Florencia, “L’Ultima Cena” de Leonardo da Vinci en el refectorio de Santa María delle Grazie en Milán, “La Virgen con el Niño, Santa Ana y San Juan Bautista”, también conocido como «Cartón de Burlington House» de Leonardo da Vinci en La National Gallery de Londres, ”La Virgen de la servilleta” de Murillo en el Museo de Bellas artes de Sevilla, “Fusilamientos del 2 de mayo”, de Francisco de Goya en el Museo del Prado, “Los discípulos de Emaús” de Caravaggio en la Pinacoteca de Brara en Milán, “El Moises” de Miguel Angel en la Iglesia de San Pietro in Vincoli en Roma o “La expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal” de Masaccio, en la iglesia de Santa Maria del Carmine de Florencia. Estos encuentros, se producen, en silencio, mientras el mundo bosteza o hace ruido. Mientras nos vamos acercándonos a la obra, ésta reclama ser mirada, contemplada y admirada y, de repente, casi sin esperarlo, la belleza inunda por un instante la mirada, anulando cualquier otra visión o recuerdo. La imagen que contemplamos es intemporal, tal vez eterna, como el alma de quien la creó. Aunque alrededor se agolpe una muchedumbre de turistas, una especie de desierto simbólico se cierne en torno.
El goce estético se une al intelectual y espiritual para llenarnos. Cuando nos alejamos de la obra sentimos una gratitud inmensa por su autor y lo reconocemos, más con el corazón que con argumentos eruditos, bienhechor de la humanidad. La obra de arte seguirá allí, como desde hacía siglos, esperando otros seres humanos con los que mantener una nueva y enriquecedora unión mística.