Rebuscando en mis diarios

Una vez creí que extrañar era la manera más desprendida de amar. Así lo escribí una vez en las páginas de un diario de mi juventud. Cuando en lo cotidiano la nostalgia por la persona amada exhibía su presencia, me latía más avivadamente el corazón. La melancolía era una vaga y a la vez inútil extensión de mis sentimientos. La añoranza era un determinado aroma que abría la primera y la última puerta de la esperanza. Con el recuerdo la quietud de la mirada de ese ser amado recorría kilómetros para acercarse a mi alma como una luna solitaria en medio de la noche oscura. La memoria es a menudo como un mar, que reflejando el cielo, duplica las estrellas. La persona amada, aunque esté lejos, es una extensión de nuestro ser, que nunca se descuelga de nuestro pecho, gobierna el anochecer y el amanecer de nuestros días, pone vendas para no advertir otras sonrisas, enciende la propia piel en la espera de agasajar la suya. El deseo de un solo beso, inhabilita el rubor civilizado, hace añicos la mesurada razón, despeja las calinas de nuestra fantasía y despliega un manto de otoños rojos y ardientes en nuestra imaginación. El amor en la distancia, mientras tanto, no escucha ni siente, es ajeno a nuestras solicitudes, no se enoja por nuestros celos, no se obliga a la respuesta. Yo que conservo entre mis páginas vivencias del pasado cuando extrañar era para mí la manera más generosa y desprendida de amar, aseguro que todo esto es cierto. Sentía su ausencia que producía vacío para llenarlo a continuación con el recuerdo.
Cualquiera que lo pruebe se topa con el abismo. La añoranza es el éxtasis que anega nuestros sentidos y más aún cuando se es susceptible de la belleza. Se asume el castigo de la separación y se intenta al mismo tiempo canalizarla para hacer del tormento una dicha. La nostalgia es la esperanza de ese encuentro, con el corazón venerado, es el lugar propicio para arropar dolores, para untar de espiritualidad nuestra carne, es la manera de estirar nuestra alma sin miedo a que se quiebre.