El río de la vida en un aeropuerto

En un correo electrónico, un asiduo lector de este blog me escribía: “busco siempre la vida en los artículos que escribes”. De eso se trata, le respondía yo, me gusta hablar de vida. Me gusta escuchar las experiencias de las personas que conozco, adentrarme en el entrecruzamiento de aventuras individuales que constituyen el día a día de mi entorno, enriquecerme de esas emociones y enfrentarme al desafío de trascribirlas y compartirlas. Ayer mientras esperaba la llegada de un vuelo en el aeropuerto me recreaba en la infinidad de rostros que pasaban ante mis ojos regalándome cada uno un viento nuevo de existencia y de vida. No hace falta buscar en ese magma conceptual entre la imaginación y la abstracción, entre la forma y el vacío de nuestros razonamientos, entre el mundo de las ideas y el de las percepciones sensoriales para entender que todos somos historias. Allí sentado en aquella sala del aeropuerto me sentí, de cada ser que pasaba, el hombre de la historia de al lado. La piel que habitamos habla de cada uno de nosotros, como hablan nuestras miradas, nuestros gestos o la entonación de nuestra voz. En estas vidas, que pasaban delante de mis ojos, descubría a quienes vivían constantemente perdidos en la frontera entre la adolescencia y la edad adulta, a quienes vivían en la agitación y aceleración de no querer perderse lo último de lo último, a quienes custodiaban celosamente un mundo interior tan delicado como lo pétalos de una rosa, a quienes caminaban heridos y marcados por la muerte de algún ser querido, a quienes para sobrevivir se revestían de exhibicionismo y frivolidad. De repente apareció un rostro conocido iluminado por una belleza desprovista de vestimentas y emblemas. Lo reconocí y me reconoció. Esta vez y, por un momento, dos historias se convertían en una. Para navegar bien en el río de la vida, el secreto es siempre el amor, es lo que siempre consigue sorprendernos.