Tengo en común con Raymond Queneau la avidez de lectura que no cesa nunca. Ciertamente tendría mucho que aprender de su modo de narrar. Entre mis manos tengo ahora la vieja edición de un libro que escribió en 1959 este escritor y matemático francés. El argumento desarrolla las circunstancias de una niña que llega a Paris a finales de los años cincuenta proveniente de un pequeño pueblo de la provincia. Su gran sueño y deseo es ver el metro, que se ve contrariado enseguida, ya que en esos días está cerrado por una huelga. Vive dos días anómalos despegada de su madre que vive envuelta en sus trajines amorosos. Melancolía, estupor, sorpresa por los personajes extraños que deambulan en ese mundo. Cuando su madre que la ha depositado para quedar libres de ataduras viene a recogerla le pregunta: “¿Te has divertido?” y Zazie le responde: “J’ai vieilli”, he envejecido.
Zazie en el metro obtuvo un importante premio por su humor negro y fue llevada a la gran pantalla al año siguiente por Louis Mal. La trama del libro parece desenvolverse bien en las primeras páginas y su lectura es comoda pero más adelante termina abriéndose a la deformación de una fantasía surrealista. Del libro siempre me quedó en la memoria ese “J’ai vieilli”. Las experiencias tristes nos marcan y nos envejecen cuando no somos capaces de transformarlas. El profesor de física y científico alemán Lichtenberg escribió en su diario que “nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos”. Probablemente nada nos hace sufrir más que pensar incesantemente en aquello que nos hace sufrir o que nos enroca en la tristeza. A Zazie no la envejeció el paso del tiempo sino su desencanto. La sabiduría popular sabe que las arrugas del espíritu nos hacen más viejos que las de la cara.

por @mbellido

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