“La muerte es una vida vivida”, decía  Borges. Cuando alguien muere del entorno familiar, se recuerdan muchos de esos momentos de vida de la persona fallecida; como si un foco de luz iluminara la vida del ser querido. Nos volvemos a preguntar porque nacemos y porque morimos. Nuestro llegar a ser y nuestro dejar de ser. Explicaciones no existen a tan tremendas preguntas; probablemente solamente alcancemos a darles sentido. Ese sentido es el que yo intuyo en un pensamiento de Gandhi: “Si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel”. Lo prefiero  a la definición que un cierto diccionario ofrece de la muerte, definiéndola como “ La cesación definitiva de la vida».

Un parte de la humanidad sigue enterrando a sus muertos y sigue viviendo como si todo se terminara para el que ha muerto pero nunca tuviera que llegar la propia muerte; otra parte toma conciencia de su propia finitud y quizás encuentra el sentido trascendente de ese pasaje.

El sentido de la trascendencia genera esperanza y ésta a la vez reorganiza nuestros pensamientos y nuestra vida. Se incorpora un sentido cualitativo en nuestras acciones y en nuestro día a día. Se busca aquello que perdura, aquello que armoniza.

La muerte es un viaje, lo tendremos que afrontar solos, con nuestro interior y con nuestra fe. Hoy, con la noticia del fallecimiento de un ser querido, no me queda que repetir con Muriac que «la muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente”. Si la vida terrenal, nos procura asombros constantemente, no veo por qué la muerte no nos pueda deparar un gran estupor, la certeza   de una puerta que se abre.

por @mbellido

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