En el tocadiscos sonaba Alan Sorrenti, creo que era la canción “Figli delle stelle”. Me senté sobre el sofá de aquel salón, sobre un cojín donde había un charco de sol. La luz entraba a raudales por los ventanales que estaban abiertos de par en par y, en la espera, me emborrachaba con sus rayos. Había apenas compuesto una canción que hablaba de una maleta que tenía escondida debajo de la cama llena de tesoros. Eran mis juguetes de la infancia. Recordar es volver a vivir y en aquel momento me hubiera gustado volver a ser otra vez niño porque buscaba respuestas a preguntas que no las tenían. No sé el porqué, pero, en aquellos años jóvenes, lo que quería expresar de más profundo en mí siempre lo hacía a través de una canción. Componía en modo fluvial, seleccionando los detalles, escogiendo las palabras como el que escoge colores para pintar un nuevo “naif”. El libro de Marie Cardinal, “Les mots pour le dire”, me había marcado. En mi caso se trataba de ordenar, a través de la música y de la poesía, el torbellino que se gestaba en el fondo de mi interior. Eran años de cambios, de proyectos, de toma de decisiones importantes en mi vida, de un amor. Recuerdo que esto me afectaba a la salud, cualquier comida me sentaba mal y mi cuerpo reaccionaba instantáneamente con migrañas. Una de las preocupaciones de aquellos días, aunque no la más importante, era un proyecto editorial que me traía entre manos. Quería fundar un periódico juvenil cuya cabecera sería “Workshop”. En aquellos años en Italia yo había conocido «Ciao Amici», «Big», «Giovani» “Ciao 2001”, revistas de mucha tirada, confeccionadas para un público juvenil numeroso y variopinto. Aquellas revistas me habían dado la medida de la conciencia juvenil del momento y yo quería hacer algo para ese público, quería construir una especie de plataforma de papel impreso donde poder compartir y acoger ideas y experiencias, dar pistas sobre valores en clave cultural y artística. Pero, para sacar adelante un proyecto similar, necesitaba de medios y de otras personas. Estaba esperando allí sentado la visita de alguien muy importante para mi que me habría dado la viabilidad o no para realizarlo y me preguntaba por qué siempre le encontraba sentido a que hubiera una y otra vez para intentar nuevas aventuras, para esperar en una y otra oportunidad. En realidad, no esperaba un sí o un no sobre mi proyecto editorial. Esperaba en aquel encuentro desempolvar de nuevo mi armadura de valiente, seguir arriesgando como me había acostumbrado a hacer, medirme, ver si era capaz de salir a tropezar o quedarme agazapado y resignado como en otras ocasiones. Se trataba de mi vida. Aquel encuentro suponía seguir navegando en aquellas aguas o cambiar el rumbo y orientar la brújula hacia otros mares. Lo importante era no pararme, escuchar la voz del corazón y seguir su estela. Tomé papel y me puse otra vez a escribir. Me estaba cansando de esperar. “Me siento sobre una ola/ en alta mar/ en plena tempestad/ me siento a esperar/ y el rumor del viento y del oleaje/ ahogan los latidos del corazón/ya no escucho este reloj”.
Al final llegó la respuesta. La persona que esperaba me dio todas las respuestas envueltas en una ráfaga de aire o en un relámpago eléctrico: el proyecto no saldría adelante. Se apagaba esa y otra esperanza. Algo moría con aquella experiencia y traté de sonreír. Puse sobre el tocadiscos la canción “Solo” de Claudio Baglioni. Fue allí que entendí por primera vez que en la vida una de las palabras clave es “recomenzar”.

por @mbellido

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