Desde mi juventud amo el arte y he sentido siempre el deseo de expresarme a través de la pintura, la música, la escritura. Estaba convencido de que yo también podía contribuir a mejorar la sociedad de una manera concreta y creativa. Creo que todos hemos vivido una etapa en nuestra juventud en la que hemos creído que era posible cambiar el mundo y que nosotros podíamos contribuir a ello. Cuando me fui a vivir en tierras de Toscana, rodeado de belleza y obras de arte, se solidificaron mi espíritu y mi sensibilidad. Poco a poco fue haciendo mella en mí una convicción: “La belleza nos salvará”. Lo había expresado magistralmente Dostoievski. Yo buscaba esa belleza que despierta la nostalgia de lo inefable y no el deseo de poseerla en la fácil satisfacción del momento. En esta búsqueda comencé a intuir la diferencia entre bello y sublime. Digo intuir, porque sea una que la otra son conceptos difíciles de definir. Toda aproximación resulta inadecuada. Lo que sí intuyo es que la experiencia de lo sublime tiene algo que ver con la experiencia del dolor. Quizás sea el dolor existencial que se acepta, se consuma y se transforma en belleza. Muchas obras de arte han nacido de esta experiencia interior del artista. No es solo sentimiento, sino capacidad de sentir. Algo que no se percibe solo con los sentidos, sino con el espíritu y con el alma.
Mi amiga Barbara me recordó antes de las vacaciones la experiencia que hice en Milán, hace años, cuando visité por primera vez el cuadro de “L’Annunziata” de Antonello da Messina. Yo sabía por los libros de arte que no era demasiado grande y que el color predominante era el azul, ese azul de los grandes maestros. Lo que no podía saber era lo que produciría en mi espíritu. Mirando el cuadro, observaba la Virgen delante de un libro cuyas páginas se habían movido probablemente como consecuencia de un pequeño golpe de viento, o quizás eran las alas del Ángel que se iba apresuradamente. La mano de ella levantada en señal de saludo o, acaso, expresando un gesto de temor. Su otra mano parecía querer cerrar el manto, quizás para proteger o custodiar su virginal seno que acababa de ser visitado. Su mirada, absorta y pacífica al mismo tiempo, no dejaba espacio a la duda: aquella mujer acababa de ser visitada por Alguien. Comprendí su nombre, “L’Annunziata”, es decir, la que ha recibido un anuncio. Cuánta belleza en aquel cuadro, pero, para mí, en aquella ocasión, la expresión que floreció en mi alma fue: “sublime”.