A menudo, cuando escucho o leo algún caso de violencia contra mujeres, me paro a reflexionar alargando la mirada más allá del caso concreto. Desde hace años se trabaja desde las instituciones públicas para crear conciencia y responsabilidad sobre esta problemática tan antigua y, sin embargo, invisible durante décadas, para sensibilizar el universo de los hombres. Siempre he sostenido que en este tema se trata de educar, prevenir, favorecer la protección de las víctimas e impedir la impunidad de los culpables. Esfuerzos desde las instituciones internacionales, desde la UE y desde los gobiernos centrales  y autonómicos se hacen, sin embargo, siempre parecen insuficientes. Se destinan incluso fondos y se incluyen partidas específicas en los presupuestos y estos también resultan escasos para prevenir, impedir y asistir en estos casos de violencia, entre todas, la más odiosa. Una violencia que se ha definido como grave violación de los derechos humanos, que comprenden todos los actos de violencia que provocan o son susceptibles de provocar daños, sufrimientos de distinta naturaleza, física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas, la coerción, o la privación de libertad, sea en la vida pública o en la privada. Inútil decir que no bastan solamente leyes, aunque sean de gran utilidad. Es fundamental educar sobre determinados valores y principios desde la infancia para erradicar prejuicios, posturas y gestos, educando a nuestros hijos en la cultura de la igualdad y del respeto, emancipándolos de las atávicas culturas machistas. En muchos de los agresores se ha encontrado una grave carencia de educación afectiva; en otros, la proveniencia de países donde la mentalidad y la cultura hacen que la mujer viva condenada en una dimensión de subordinación en relación con el hombre agrava el problema.

Los retos de la globalización no tendrían que ser solamente económicos o tecnológicos, deberían   abarcar ámbitos de los derechos humanos que favorezcan una educación que no deje espacio para la discriminación de género y que haga efectiva una base cultural que tutele a toda persona de cualquier género, raza, religión, edad o nacionalidad.

Los trágicos finales de los casos de violencia de género casi siempre se originan en comportamientos, actitudes, comentarios y omisiones que nada tienen que ver con el amor.

Los recientes cánticos entonados en el estadio de futbol del Betis en apoyo del jugador Rubén Castro, imputado por varios delitos de maltrato a su expareja, son un claro ejemplo de cuanto queda por hacer. Se empieza por ridiculizar, ignorar, humillar o despreciar a la pareja o a las mujeres en general, se pasa después a amenazar, aislar, controlar y  agredir y se termina matando.

Educar en el cultivo de relaciones saludables y sanas desde la infancia y la adolescencia es fundamental. Construir relaciones basadas en  principios de confianza y respeto mutuo es la base para el crecimiento y la maduración personal. Son principios  que nos ayudan a tomar consciencia de nuestras múltiples limitaciones y, al mismo tiempo, de nuestras muchas capacidades, que nos permiten desarrollar nuevas habilidades y hacer que surja en cada uno de nosotros el verdadero ser humano amoroso y solidario que todos llevamos dentro y que hace de la sociedad un lugar más apetecible.

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