Su nombre era Irina pero sus amigos la llaman Ira, tenemos amigos en común y unos días antes de viajar a Moscú, estos amigos me habían entregado un paquete con regalos que podría entregarle a Ira a mi llegada. En la capital rusa los primeros días de otoño son agradables y nada fríos. En el cielo, amables nubes blancas de distintas formas viajan lentas, empujadas por los vientos meridionales.   Aunque Moscú cuenta con uno de los mejores suburbano del mundo, el tráfico de coches en sus calles es imponente. Son casi 15 millones de personas los que habitan en esa inmensa metrópolis  y muchos utilizan el automóvil para desplazarse, teniendo en cuenta las distancias que hay entre los distintos barrios de la capital. Cuando se pregunta por una dirección los habitantes te indican los kilómetros que hay que recorrer para desplazarse hasta el sitio.  Desde la ventana de mi hotel, con las primeras luces de la mañana, contemplé la ciudad despertarse. Es un despertar lento que poco a poco se anima hasta convertirse en vertiginoso. Había quedado con Ira en la puerta de la catedral de San Basilio, situada en uno de los extremos de la Plaza Roja. Se reconoce fácilmente, es uno de los iconos más representativos de la ciudad. Patrimonio de la Humanidad desde 1990 y visita obligada. Llegué con algo de retraso y una mujer de  mediana edad, sencillamente impecable, vestida con un traje de color arena que envolvía su cuerpo sutil, me sonrió. Era Irina. Después de intercambiarnos unos paquetes caminamos un rato.   Nos entendíamos más o menos en francés y cuando ella no lograba expresarse reía deliciosamente. En todas partes del mundo he encontrado devotos de Dostoievski e Ira es uno de ellos. El paquetito que me había entregado contenía una vieja edición y pequeña edición en francés de “El ladrón honrado” una pequeña novela, para mi desconocida,  del que fue uno de los principales escritores de la Rusia Zarista. Amigos como  Ira, Michel, Françoise, mi primer profesor de literatura, don Juan Manuel y otros más han contribuido a que me hiciera, yo también, devoto de este sublime escritor, icono de la cultura de todos los tiempos. Hoy he recordado este episodio y uno de sus pensamientos  mientras una amiga se lamentaba furibundamente por todo, pintándome una situación profesional sin salida y sin esperanza. Traté de recordarle que aún tenía un trabajo, un sueldo, una familia, hijos, muchos amigos y que todas eran cosas muy positivas. Me vino a la memoria una frase de  Dostoievski: “El hombre se complace en enumerar sus pesares, pero no enumera sus alegrías”

por @mbellido

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