Acaba de insinuarse el otoño y hay una imagen que en estos momentos ilumina la exposición de mi memoria. Situado en un punto privilegiado de mis recuerdos veo un otoño de hace muchos años y yo caminando de la mano de mi padre por la calle Larga de Jerez, pisoteando hojas secas, esa hojarasca de vivos colores dorados, amarillos y hasta rojizos que tienen algo de mágico. Mi padre me explicaba que las hojas cambiaban de color a causa de un cambio de pigmento con la llegada del otoño y luego caían. Yo lo escuchaba medio distraído porque mi imaginación iba por otros derroteros más interesantes: me veía corriendo dentro de un bosque frondoso, escondiéndome de osos y lobos detrás de la húmeda sombra de sus árboles. De pronto mi padre se paró y yo dejé de imaginar, estábamos delante de una pequeña librería con nombre de papelería: Papel y tinta. Mi padre soltó mi mano y me dejó delante del escaparate de la librería haciéndome prometer que no me movería de allí mientras él buscaba un cuento sobre las estaciones del año.

Recuerdo la escena como si hubiera sucedido ayer: mi cuerpo endeble y aún infantil se empinó hasta pegar la cara al cristal del escaparate. Mis ojos estupefactos y curiosos recorrieron las imágenes y los colores de las portadas de todos aquellos libros expuestos detrás del cristal. Este recuerdo infantil fue mi primer encuentro con los libros. Ya adolescente volví a entrar en aquella librería, quería simplemente curiosear, ver, sentir ese cúmulo de sensaciones que te producen los títulos y los diseños de las portadas. Una señora de mediana edad se me acercó enseguida y casi inquisitoriamente me preguntó qué deseaba. Como no se me ocurrió nada salí a trompicones, casi pidiendo perdón por haber osado entrar en aquel lugar reservado para privilegiados.

Ayer el tiempo acompañaba y salí a dar un paseo por la tarde. Es ya otoño y como aún las hojas de los árboles no han comenzado a caer, me fui a buscar otras hojas. Pasé algunas horas en varias librerías del centro de Sevilla. Hoy las librerías no son como las de antaño, nadie sale a tu paso a preguntarte inquisitoriamente qué deseas. Paseas libremente entre sus estanterías y entre las mesas donde se apilan libros para todos los gustos, oliendo a papel, tocando las texturas de sus portadas, descubriendo nuevos títulos y nuevas emociones. A mi lado otros paseantes silenciosos gozaban de este inmenso placer de acariciar libros. El suave sonido del pasar páginas era la mejor música para descubrir ese beneficio que la lectura nos proporciona, un beneficio irrepetibles y personal que nos hace mejores, nos regala información, y educación, nos predispone a interrogar; poner en tela de juicio y a discrepar; nos aporta entretenimiento y distracción; nos amplía la capacidad de visión y, sobre todo, nos da un gran placer.

Vivan los libros y las nuevas librerías.

por @mbellido

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