Hace años, en uno de mis innumerables viajes a Austria, conocí a Johanna. En aquella época tendría alrededor de los sesenta años. Se ocupaba del huerto que tenía alrededor de su casa, preparaba mermeladas y ungüentos curativos que, junto a la verdura y a la fruta que le regalaba ese trozo de tierra, vendía en el mercado del pueblo.  Una vez que uno de mis tobillos necesitó cuidados, me quedé en su casa varios días. Recuerdo la primera tarde que pasé allí. El cielo estaba cubierto de nubarrones que parecían levantarse desde lo más profundo del horizonte con la intención de ir tiñendo el cielo que nos envolvía. Asomado a la ventana de mi habitación, en la parte alta de la casa, observaba las colinas que parecían jugar a ser una más alta que la otra. A la izquierda un valle, a la derecha un pueblecito con muchas torres; torres que también parecían competir con la torre de la iglesia principal, cuyo campanario parecía vivir en constante contemplación, despertando solo -en ocasiones- con el sonido de las propias campanas. Un rio, probablemente un afluente del Danubio, discurría cerca de la casa mostrando, de vez en cuando, alguna barcaza cargada con arena o grava que viajaba lenta, como lentos eran los movimientos de los hombres que se movían en el sector de popa.

Recuerdo la sensación de tristeza que me invadía, quizás fruto del cansancio o del  entorno de la casa. Un entorno cansado, días y días esperando el sol. De repente  Johanna llamó a la puerta y entró en la habitación, traía una bandeja con una taza té, unas galletas y un ramito de florecillas en un jarroncito de cristal.  Viéndome un poco triste, me preguntó, ¿eres feliz? Yo le dije: “lo intento”. Se sentó al borde de la cama y me contó algo que aún hoy recuerdo: “En la película de Francisco de Asís de Liliana Cavani, Santa Clara dice casi al final del  film esta frase: “Mi vida es bella porque la vida de Francisco es bella”. Esto me hace siempre reflexionar  sobre la importancia de escoger y hacer todo lo posible para que nuestra vida sea bella, porque probablemente nuestra felicidad, condiciona la felicidad de otros”.  Sonreí y aún hoy sonrío cada vez que lo recuerdo, porque no dejo de considerar que ese pensamiento sigue siendo una lucecíta que me estimula y vuelve a dar sentido a muchas cosas en mi vida, cada vez que atravieso un mal momento.

por @mbellido

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