He vuelto a la infancia maravillado por aquella luz de mi primer colegio en la calle Antona de Dios de Jerez. Una experiencia inenarrable. La fortuna asombrosa de asomarme a un momento de ternura. Delante de la puerta de la calle y mirando hacia los balcones volvía a mí el recuerdo de aquella maestra siempre vestida de riguroso negro, empeñada en que aprendiéramos tablas de multiplicar, poesías, ríos, capitales y el catecismo, desde la primera hasta la última página, para que pudiéramos convertirnos en “hombres hechos y derechos”. Mi maestra unía la más exquisita amabilidad a un sutil entendimiento del mundo de los niños, a un saber frenar, con una firme sonrisa y una palabra concluyente, cualquier capricho o insolencia maleducada que a veces se producía entre la población infantil de aquellas dos aulas. Yo recibía diariamente el privilegio insólito y esperado de su caricia. Era su forma de saludarme cuando acudía cada mañana a su mesa a enseñarle la tarea del día anterior. Su caricia era una ola de amor y de luz que barría la incomodidad del apelotonamiento que sufríamos esa bandada de chicos, apiñados en aquellos incómodos pupitres. Levantarme y acudir a su mesa, aparte de hacerme respirar y desentumecer las piernas, era como acercarme a una especie de manantial donde vivía un hada buena, que olía muy bien. Vestida sobriamente, sin atisbo de vanidad y ostentación, su piel blanca habría iluminado la noche más oscura. Con una espléndida y digna naturalidad nos sumergía con la música de su voz en historias de la Historia, que yo no siempre entendía pero que me embelezaban. Supe con los años que nunca se casó, ni tuvo pareja y quizás sus gestos y su calidez provenían de una pureza de inocencia que sólo la soledad y el despojamiento de pasiones pueden regalar. Una vez me regaló una estampa de ángeles que conservé durante muchos años en la casa paterna. Me explicó que eran mis ángeles de la guarda. De sus palabras se desprendía tan conmovedora belleza que, cada vez que los miraba, esos ángeles parecían corporizarse y en una especie de terapia de cariño me irradiaban una energía aún hoy inolvidable. El recuerdo de mi primera maestra es el recuerdo de una isla de ternura, de belleza y de energía que hoy, en un mundo tan trastornado, vacío y violento, me hace regresar a la confianza primitiva de que la bondad es el milagro que sostiene día a día el mundo. Su recuerdo es tan hermoso que a veces lo rescato para pintar más amablemente mis días. Johann Scheffler, más conocido como Angelus Silesius, decía sabiamente que “si no has estado nunca en el paraíso, jamás entrarás en él”. Al menos aquella experiencia me hará un descuento en la entrada que intentaré comprar al final de mis días. Y si no será así, al menos me vale para hoy.

por @mbellido

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