Quiero empezar agradeciendo a los lectores que me han escrito en estos días para comentar o agradecer mi artículo de la edición de noviembre sobre la situación política actual. Dos de estos mensajes me dan pie para iniciar esta nueva carta. El primero es de un lector de Sevilla: «Bravo Director. Con un par… Sólo disiento en una cosa: a ver si se cabrean, pero mucho; tanto, que queden en evidencia y tengan que apartarse». La otra carta llega desde Málaga: «Pocas veces tiene el lector la fortuna de tropezar con un artículo tan valiente como el suyo. Su carta de noviembre es una magnífica aportación para mostrar, trazando los perfiles menos gratos, el panorama complejo de la política de nuestro país. Es la típica guerra de buenos y malos que están todo el día ‘a puñetazos limpios’, mientras los ciudadanos miramos embobados el sainete esperando que paren, se remanguen y hagan algo concreto y cabal para mejorar los servicios y las infraestructuras de nuestro país».
Se diga o se silencie, se publique o no, éste es el espectáculo que se está dando desde el Gobierno y alrededores: abundancia de peloteras y ausencia de debates. Da la sensación de que nuestra democracia va perdiendo por el camino una de las esencias de su deber ser: el debate político, la búsqueda de ese terreno común, ese núcleo de principios fundamentales compartidos desde donde se pueda iniciar una discusión sana y escoger al final, según la lógica, la mejor propuesta para el conjunto del Estado. Principios compartidos que hagan avanzar la Educación, la Sanidad Publica, las infraestructuras…
El problema se agrava si el Gobierno de turno es fruto de la tiranía de los números y de los votos de los partidos minoritarios nacionalistas que tienen el poder de condicionar a su antojo los presupuestos y las políticas municipales, autonómicas y estatales.
Es difícil así que la gente se ilusione por propuestas que la mayor parte de las veces ni les va ni les viene, como, por ejemplo, la de la memoria histórica que, encima, divide y enfrenta. Este modo de hacer política no hace otra cosa que empobrecer moralmente nuestra democracia, cada vez más desfigurada y vacía de contenido.
Es ridículo que hasta la memoria se haya convertido en un campo de batalla virtual donde los combatiente de dos supuestos bandos se tiren los platos a la cabeza con toda clase de argumentos sensatos o no, para pretender indemnizaciones morales o económicas, sacar de la tumba a culpables para volverlos a juzgar o buscar supuestos herederos de esas culpas. ¿En que lío se ha metido quien quiere remover de esta manera el pasado? ¿Qué pasaría si este fenómeno de guerra de la memoria se pusiera en marcha en todo Occidente y para todas las épocas? ¿Desde qué fecha o qué siglo habría que hacerlo? ¿Por quién comenzamos, por los mercaderes focenses, por los fenicios, por los romanos, por los Omeyas; por 1898, 1923, 1931, 1934…? ¿Quiénes serán los jueces, los historiadores o los políticos? Y una vez levantado ese muro invisible que dividirá sin duda aún más a la sociedad, ¿qué habremos obtenido? ¿Habremos conseguido que el AVE llegue por fin a Barcelona? ¿Las listas de espera de la Sanidad pública habrán desaparecido? ¿Los puntos negros de las carreteras se habrán arreglado? ¿Los escolares habrán aprendido mejor matemáticas, lengua, historia o geografía? ¿Nuestra balanza comercial se habrá equilibrado? ¿Tendremos más industrias? ¿Las empresas podrán crear más puestos de trabajo porque pagarán menos impuestos? ¿La gente podrá comprarse un piso sin ahorcarse con las hipotecas y llegar a final de mes?
Por favor, dejemos que los historiadores se ocupen científicamente del pasado y gritémosles a los políticos, con nuestros votos, que apuesten de una puñetera vez por el futuro.