Gracias a muchas personas que he ido encontrando a lo largo de mi vida, gracias a esa deferencia que tuvieron conmigo de prestarme atención por unos instantes, por unas horas o por unos días, gracias a esa palabra, a ese gesto, a esa carta, a esa reprimenda o a ese elogio que me dedicaron he aprendido lo que sé.  De cuna pobre, me considero persona corriente pero afortunada, por los tantos maestros que he tenido en la vida.

Una de estas personas que me regaló su mirada, su palabra y su tiempo, fue mi abuelo paterno. Creo que de él aprendí el gusto por la escritura, pero no fue la única cosa que de niño, asimilé de él. También me ayudo a comprender la importancia de la paciencia, me ayudó a entenderla y a practicarla.

Un día me contó la historia de Job y a menudo en las visitas que le hacíamos los domingos, me la recordaba,  mientras me enseñaba a hacer pajaritas de papel. Me contaba que Dios puso a prueba mil veces a Job y que él siempre respondía: “Dios me los dio, Dios me lo quito, alabado sea su Nombre” Con el tiempo he ido constatando que mientras se practica la paciencia, el sabor de boca es a menudo amargo, sin embargo el fruto que se recoge es dulce, más que la miel. También con el tiempo he ido aprendiendo que no hay que confundir paciencia con esa simplista indolencia de quien se rinde.

Hay un refrán popular que dice a camino largo, paso corto. Lo importante es tomarse la vida como si subiéramos una escalera, primero un peldaño, después otro y otro… hasta llegar a la meta.  Hoy ha sido unos de esos días en que la paciencia era esa especie de barandilla en la que podía apoyarme para subir las más o menos empinadas escaleras por las que he tenido que subir. Ya lo decía la santa de Ávila: “La paciencia. Todo lo alcanza”

por @mbellido

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