El deseo de explicar es un deseo que llevamos arraigado dentro, como el deseo de comprender. No podríamos sobrevivir en un mundo que nos pareciera incomprensible porque el ansia de interpretar la realidad y de poder preveer ciertos aspectos es innata en el ser humano. Probablemente las pocas certezas que tenemos provienen de la experiencia, sabemos que después del invierno llega la primavera, que después de la noche llega el día, que los ríos se pierden en el mar, que después de la tempestad llega la calma… La experiencia nos permite tener una fe ciega en determinados aspectos materiales de la vida porque los hemos vivido repetidamente. Al mismo tiempo el ser humano busca también explicaciones y certezas en el campo emotivo, quiere comprender qué pasará después de haber sufrido una separación, un enfrentamiento o un enamoramiento. Busca respuestas en ese todo que es su vida y que le trasciende. El sentido de la existencia.

Y junto al deseo de comprender va el deseo de saber. Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber, decía Aristóteles. Un deseo que culmina en la adquisición de la sabiduría que consiste, para este filósofo, en el conocimiento de las causas y los principios del ser. ¡Qué lejos nos pone la actual sociedad de poder reflexionar en esas profundidades!

Al deseo de comprender y de saber va unido otro: el de explicar, el de explicarnos a nosotros mismos y también a otros.

A veces el primer obstáculo para explicarnos es la falta de sinceridad con nosotros mismos, miramos para otra parte y enturbiamos las aguas de nuestra conciencia para evitar mojarnos y ver el fondo de la realidad tal cual es.

Es posible que también queramos explicarnos cosas de nuestro pasado y ahí las aguas se pueden hacer aún más turbias. Está claro que al pasado sólo se puede volver como extranjero porque ya no somos los mismos y, además, la máquina del tiempo de la que disponemos, la memoria, es demasiado limitada a la hora de presentarnos todos sus contornos. Cuando a veces logramos explicarnos y tener algo claro, la sensación es la de haber terminado de leer un voluminoso libro. Pero no siempre es así.

Cuando sufrimos por no saber explicarnos, ni a nosotros ni a los demás, significa que estamos en la búsqueda, que estamos probando nuestras propias fuerzas, que nos ponemos en discusión, que no queremos quedarnos en ese discursear superficial auto consolatorio que ni siquiera cree demasiado en lo que dice porque divagante y frívolo.

No es fácil, la sociedad ha creado mecanismos estridentes para que no nos hagamos demasiadas preguntas. Las respuestas nos la da el mercado, el portavoz del gobierno o la publicidad, y los medios de comunicación son los portavoces que nos dirigen y nos ofrecen esos modos múltiples de satisfacción que evidentemente proporciona el consumo. Mantener despierta y vigilante la conciencia es la única manera de sobrevivir. Es de Michel Eyquem de Montaigne este pensamiento: “La conciencia hace que nos descubramos, que nos denunciemos o nos acusemos a nosotros mismos, y a falta de testigos declara contra nosotros”. Víctor Hugo la definía como la presencia de Dios en el hombre. Entramos en crisis cuando nuestro mundo se satura de respuestas que nos bombardean desde el exterior y escasean las preguntas en nuestro interior.

Manuel Bellido

por @mbellido

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