Nuestra capacidad de adaptarnos al ambiente, individualizando lo que es útil o peligroso para nuestra vida y supervivencia, obedece a un proceso de generalización: si me como una ciruela de una cierta dimensión, color, sabor, forma y descubro que no me hace daño, entonces me inclinaré a considerar comestible cualquier otra ciruela, por cuento diversa pueda parecerme de forma o color. Si un día acariciando un gato de una cierta raza, de un cierto color, de una cierta dimensión, este me araña, probablemente algo hará que en lo sucesivo acaricie lo menos posible a otros gatos que encuentre, aunque sean de otro color, de otra raza o de otra dimensión. Si no poseyéramos una cierta capacidad de hacer de todas las ciruelas una sola y de todos los gatos uno solo, nuestro instinto de supervivencia estaría en juego. Esta útil tendencia de generalizar el particular en ciertos casos, es la que induce a los seres humanos a menudo también a los falsos prejuicios. Sucede, por ejemplo, cuando se destapan casos de corrupción, de malversación, de mal gobierno en la clase política, en las administraciones públicas o en los partidos. Mucha gente vive ciertos casos en la óptica de una generalización que no deja espacio a excepciones: “todos son iguales”. Se hace de una experiencia particular un caso universal y se arriesga de confundir pensamiento y deducción, con prejuicios. La generalización llega a extremos como el que refería Bernard Shaw: “El norteamericano blanco relega al negro a la condición de limpiabotas y deduce de ello que sólo sirve para limpiar botas”. Quizás tengamos que prestar menos atención a los titulares de la prensa que recogen en frases sin escrúpulos los ataques de los unos contra los otros, solo para desgastar al enemigo y esperar las sentencias que la justicia, después de probadas investigaciones, hagan sobre cada caso.