Me une con Anna una común devoción por la cultura y muchos fueron los momentos que compartimos en el pasado reflexionando sobre las huellas palpables que la dimensión de lo eterno ha dejado en el Arte. Hace muchos años tuvimos la ocasión de visitar juntos la Pinacoteca de Brera situada en un antiguo convento de la orden de los Humillados en Milán. En este museo, uno de los más importantes del mundo por sus prestigiosas colecciones de pintura antigua y moderna se encuentra «La cena de Emaús» de Caravaggio. Mientras el grupo pasó rápidamente delante del cuadro, algo nos retuvo a los dos y permanecimos boquiabiertos un buen rato contemplándolo. En estos días, en una postal, Anna me recordaba ese momento. Un momento profundo y, hasta diría, sobrenatural. Recuerdo el tono mesurado de nuestras pocas palabras y esa musicalidad dulce de las voces cuando la conversación se vuelve honda. El cuadro estaba dejando una impronta que no habríamos querido abandonar jamás. La pincelada y la delicadeza de las tonalidades permitían apreciar el momento que los personajes estaban viviendo. Esta obra cumbre del pensamiento artístico de Caravaggio nos revelaba el estupor de los dos discípulos ante la presencia entre ellos de su maestro resucitado. La textura cálida de esa sala del museo y las penumbras y luces del lienzo eran las propicias para un diálogo tan sutil como intenso. Podíamos imaginar que formamos parte de esa escena, que asistíamos, con emoción, a esos instantes irrepetibles y preciosos que Caravaggio había sabido plasmar con tanta maestría. Podíamos casi palpar esa presencia divina. Gentil y sagaz, Anna supo expresar en un pensamiento con brillantez y originalidad lo que estábamos contemplando o viviendo: “el encuentro con Dios en el Arte es una de las experiencias más transformadoras de la existencia” En realidad dicha contemplación estaba creando una atmósfera de inusual belleza y de peculiar hondura comparable a la que el Cristo había creado partiendo el pan para esos discípulos.
Se cuenta en el Evangelio de San Lucas que dos discípulos, uno de los cuales se llamaba Cleofás y otro cuya identidad no se desvela, estaban apenados y, al mismo tiempo, muertos de miedo por la crucifixión de su Maestro. Estaban huyendo de Jerusalén y al llegar a Emaús se dispusieron a cenar en compañía de un extraño con el que habían caminado un trecho de camino hablando de los recientes sucesos. Aunque les había reprochado mientras caminaban su falta de fe no se percataron de quién era el misterioso viajero hasta que reconocen su gesto al partir el pan.
La postal de Anna ha sido la fugaz reconstrucción de aquel momento. El silencio que acompañó la contemplación del cuadro permitió que otras palabras pudieran ser escuchadas. Es misterioso y prodigioso contemplar una obra de arte porque aparece el alma. Es como zambullirse en lo Divino y salir a flote más enriquecido.

por @mbellido

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