Llevo respondiendo cartas y e-mail desde hace dos horas. Me levanto para despejarme un poco. Los ojos me hacen daños de tanto mirar la pantalla del ordenador. Me acerco a la estantería y descanso mis ojos paseándolos por los lomos de algunos libros. Voy saltando, de título en título, de nombre en nombre: Maurice Maeterlinck, F. Kafka, Julien Green, León Tolstoi… En medio, uno de poesía, es de Rosalía de Castro, y más allá un ensayo sobre María Zambrano. Más poesía, este es de Walt Whitman, recuerdo la sensación de serena felicidad que probé en sus páginas. Aquí hay unos pocos de Borges, me salta a la mente su cuento “Las ruinas circulares”, ese río abajo, las ruinas de un templo propicio, dioses, muertos, la historia de un hombre que, como Dios creador, también quiso crear a otro hombre recurriendo a los sueños como potencial divino. Lo único que quería hacer este hombre era soñar, como a veces necesitamos todos nosotros. A nosotros también nos hacen soñar los libros, buscamos en ellos ese lugar secreto donde espíritu y materia se encuentran, donde viven lo humano y lo divino, donde su autor nos proporciona una amorosa cita con un personaje y con él recorremos una parte de su camino. Alguna página nos hace tropezar con nuestra memoria o con algo de la realidad actual que vivimos y con sorpresa reconocemos en un sentimiento, pensamiento o acto de algún personaje nuestra propia vida. A veces, la escritura de algunos libros es diáfana, clara y se acerca a nosotros sin pretensiones y, en modo sencillo, nos enseña. Otras veces, las palabras pasan de largo del intelecto y van directamente a soliviantar nuestra rabia o a ablandar nuestras emociones. La lectura de un libro conlleva la aceptación de la incomodidad o del placer. Los autores desarrollan la trama con humildad o con soberbia. Nos hacen sentir que somos ignorantes, aprendices o intelectuales. Cuando hay algún pasaje que nos aburre, la mirada deja la letra para viajar hasta la ventana o la lámpara. También nuestra mirada puede perderse en el vacío, la conexión de conceptos en nuestro cerebro nos transporta, nos relaciona con otros libros, ideas o personas…
Sigo observando y encuentro varios libros de Arte: “Settecento Veneziano”, “Del Barroco al Neoclasicismo”, «Leonardo Da Vinci». Otro de pintores neoclásicos me llama la atención por su cubierta coloreada. Abro a caso una de sus páginas. Encuentro la imagen del cuadro «La Verdad», del pintor neoclásico Jules Joseph Lefevre, expuesta en el Musée D’Orsay de París y que logró embobarme hace algunos años. Con la realidad que transmite me viene a la mente la comida cordialísima, hace unas semanas en Roma, con el nuevo embajador colombiano ante la Santa Sede, César Mauricio Velásquez Ossa que fue portavoz del presidente Álvaro Uribe. Cesar Mauricio me decía, hablando de la comunicación, que decir siempre la verdad fue un arma potentísima para actuar desde el Gobierno para erradicar el terrorismo y el narcotráfico. La verdad como estrategia de comunicación había logrado que Colombia se levantara con valentía para decirle al mundo que “el mal no tiene la última palabra y que el mal se combate con abundancia de bien”. Vuelvo a sentarme delante del ordenador, han sido apenas unos minutos y, sin embargo, he recorrido un largo trecho. ¡Se viaja bien con los libros!

por @mbellido

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