En la redacción, hace unos días, alguien me preguntó mi opinión sobre cuál sería hoy el símbolo de la mujer moderna. No lo dudé. La varita mágica. Ser capaz de repartir armoniosamente el tiempo, sin fastidiar ni pesar, entre trabajo, vida social y familiar, y además tener en pie el funcionamiento de la casa, es probablemente arte de magia. Una varita mágica en manos del mal llamado «sexo débil» es el único instrumento capaz de justificar la increíble habilidad de asumir, sin apenas despeinarse, una variedad de papeles a lo largo de las 24 horas del día: incansable trabajadora, brillante ejecutiva, guardiana del hogar, madre afectuosa, amante efusiva. La verdad es que siempre me chocó esa ocurrencia de los hombres de llamar sexo débil a la mujer, pero aún más me sorprendió cuando me fui a buscar la definición de la palabra «débil» en el diccionario. Resulta que lo define como «de poco vigor o de poca fuerza o resistencia» o «escaso o deficiente, en lo físico o en lo moral». Cuando recuerdo a mi madre y sus jornadas de trabajo de sol a sol, o pienso en mujeres cercanas a mi vida, cuyo día a día no lo resistiría ni un cargador de puerto, me viene la risa. También sonrío cuando descubro ese feminismo artificial promovido desde los despachos de una élite intelectual que promueve sociedades planificables, compuestas por una multitud atomizada de personas poco interesadas en donarse recíprocamente y, de consecuencia, poco interesadas en reproducirse. La sociedad avanza y a menudo se tiene la sensación de que quien tiene que fotografiar la vida social y las tendencias lo hace no desde la base hacia arriba, escuchando el sentir de la gente, sino definiéndola desde arriba, conformando un modelo abstracto de sociedad desconectado con el sentir popular.

No me refiero a la promoción lícita de la igualdad de oportunidades entre hombre y mujeres, sino a ciertas estrategias actuales proyectadas para suplantar realidades tradicionales en el seno familiar o relativas al derecho natural. Es curioso comprobar como desde organismo como la ONU se asuman el poder de definir el concepto de salud no como la simple ausencia de enfermedades sino como el derecho de cada uno al máximo bienestar. Sutilmente este concepto otorga a estos organismos el poder de decidir cuál es nuestro bienestar físico, psicológico, sexual y social, un poder nocivo que puede interferir con nuestro modo de pensar y nuestro estilo de vida, espacios que deberían estar reservados a la elección de nuestras conciencias y que no admiten la neutralidad. Hay una parte del movimiento feminista que promueve una sana colaboración entre hombres y mujeres, en absoluta igualdad de oportunidades y derechos y, sin embargo, una parte del feminismo radical que pulula por ciertos entornos políticos arremete contra Occidente y crea posiciones de lobby y poder entre sus exponentes. Estas feministas, en su lucha contra el patriarcado, no se plantean poner en discusión la realidad patriarcal islámica, en nombre de un malentendido concepto de cultura que todo lo justifica. Afortunadamente no es tan negra la situación en Europa, ni tan monolítica como algunas quieren dibujarla. Numerosos hombres han dado ya el paso desde hace mucho tiempo y viven la igualdad de manera armoniosa. Ciertos feminismos radicales no solo son miopes, son también peligrosos. Hombres y mujeres somos diversos, se trata de valorizar esas diferencias y consolidar la igualdad de derechos que hoy ya disfrutamos, sin dar ni un paso atrás en las conquistas que la mujer y la sociedad occidental han alcanzado.

Manuel Bellido
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por @mbellido

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