Hace días me fui a dar un paseo por una playa de nuestras costas. Necesitaba tiempo para mí, para reflexionar y este paisaje me ha proporcionado siempre el marco ideal. La playa estaba casi desierta. Las pocas personas que paseaban o pescaban no existían, ni las veía, ni las escuchaba. Estábamos yo y el mar. Hablábamos. Y parecía que nos comprendíamos. Su ritmo acompañaba mis pasos, insólitamente lentos. Nuestro coloquio se hacía cada vez más profundo, tanto que, en un determinado momento, para resumirlo y sigilarlo, el mar ha querido regalarme algo de sí mismo, una pequeña obra de arte. La he visto allí, en la orilla: era un óvalo perfecto de seis o siete centímetros, como si hubiera salido de las manos de un hábil artesano, ya listo para ser enmarcado, uniformemente fino, totalmente liso, salpicado de muchos colores pasteles. Lo he recogido y he seguido caminando.

Ahora, en ese paseo, éramos tres: yo, el mar y la piedra. Mientras caminaba la observaba apoyada sobre mi mano. Parecía que ella también quería decirme algo y de pronto ha comenzado a contarme su historia. Durante años (¿cuántos?, decenas, centenas o miles, no me lo ha dicho y yo he evitado preguntarle la edad), se había dejado levigar, acariciar, elevar, aplastar, mecer por las corrientes leves, impetuosas o amenazadoras. Había sido pisoteada, cogida o dejada, lanzada, admirada; había vagado por muchos sitios. Su vida había sido hermosa y variada, pero también dolorosa y, a veces, solitaria. Había visto y vivido muchas aventuras y en algún momento había tenido incluso miedo de sucumbir, de no sobrevivir, de ser destruida. “Ves -me decía- ahora sé que valía la pena, soy más hermosa y, aunque soy pequeña, tú te has fijado en mí y me estás ofreciendo calidez en tu mano, me has hecho vivir en tí y yo te he hecho sonreír. Ahora soy yo quien te dice que no tengas miedo de afrontar nada nuevo: todo sirve. Déjate plasmar, como yo. Abandónate confiado a la vida y no tengas miedo. Busca el lado positivo en cada circunstancia. Todo tiene un porqué”. He seguido caminando. Algunos metros más adelante he encontrado un árbol arrancado durmiendo en paz sobre la orilla, no sé tampoco desde cuándo. Hace algunas semanas yo mismo había estado sentado sobre una de sus ramas, contemplando el horizonte mientras daba patadas a las olas que chocaban casi sin fuerza contra la base de mi improvisado asiento, y no había notado sus formas. La misma rama estaba ahora casi enterrada en la arena. Era como si el árbol hubiera echado raíces. Era escultural y hermoso en esta posición. En su juego ajetreado con las olas habría tenido que perder algo de sí mismo, dejándose morir un poco, y, sin embargo, esto lo había anclado en este rincón de playa como si fuera una obra de arte. El árbol había asumido con docilidad este nuevo espacio, esta otra fisonomía, otra vida, y yo había encontrado la llave para afrontar la nueva situación.

A Clara S., que me ha escrito una carta y me dice que lo está pasando mal, que por circunstancias familiares ha tenido que cambiar de ciudad y de trabajo y no sabe cómo darle sentido a este cambio, quería dedicarle este paseo de hace días por una playa de nuestras costas.

por @mbellido

La web del periodista Manuel Bellido Bello con opiniones, artículos y entrevistas publicados desde 1996. Manuel Bellido https://en.gravatar.com/verify/add-identity/09e264a7e3/manuelbellido% 40manuelbellido.com