Fue una brillante mañana del verano del 83. Apenas despierto me asomé al balcón de mi habitación y respiré profundamente mientras un airecillo fresco y agradable me acariciaba el rostro. El día había amanecido cálido y tranquilo, había descansado profundamente esa noche pero aún me sentía débil por la reciente intervención quirúrgica. Mecánicamente llevé a cabo los ritos de todas las mañanas: afeitarme, ducharme, bajar a la cocina y desayunar. Debía presentar unas jornadas de trabajo para un grupo de jóvenes no muy lejos de donde vivía. Decidí trasladarme a pie hasta el teatro donde habría desenvuelto mi labor de presentador. En una carpeta recogí los papeles que me servían y decidí ponerme en camino. Al salir de casa el césped que la rodeaba estaba recién regado y esa humedad en la hierba penetraba en forma de fragancia mis sentidos. En el cielo algunas nubecillas dispersas conseguían con su blancura hacer más azulino el cielo y sus formas parecían personajes de dibujos animados. Decidí que aquel marco tan increíble resultaba idóneo para pensar mientras caminaba en la idea de escribir un libro. Desde hacía tiempo había ido guardando en una carpeta apuntes sobre mis viajes, las personas que había encontrado, las ciudades que había visitado y las experiencias curiosas que había vivido. Hacía poco que había leído “Como se hace una tesis” de Umberto Eco y me había nutrido de una buena disposición de ánimo para estimularme a hacerlo, pero sobre todo me había sugerido un método razonable para aventurarme en dicha tarea. Mientras caminaba mi imaginación volaba y me pareció en aquel momento que podría situar el inicio del primer capítulo en las afueras de Londres, en aquella mansión de unos educadísimos y ancianos duques que me habían hospedado junto a un amigo pianista durante unos días. De aquel salón de un espantoso mobiliario victoriano recordaba el piano de cola que reinaba solitario junto a un ventanal y la enorme chimenea de mármol. En aquellos días de intenso frío y humedad pasábamos mucho tiempo en aquel salón, Beni tocando el piano y yo escribiendo junto a la chimenea.
Casi sin darme cuenta, entretenido como iba rebuscando en mi memoria, llegué al sitio donde se celebraban estas jornadas. Aparqué los recuerdos y las buenas intenciones de escribir ese libro de experiencias. Alguien sonriente me esperaba en la puerta, esa compañera y amiga con la que desde hacía tiempo vivía en cada encuentro y conversación la experiencia benéfica de la sabiduría. Allí en la entrada de aquella sala ya repleta me esperaba acogedora y resplandeciente como aquella mañana de verano. Con ella descubriría en aquella ocasión una certeza que siempre me ha acompañado: la felicidad es también un instrumento hipersensible para alcanzar el conocimiento, merecerlo, disfrutarlo y multiplicarlo. Al terminar el día, mientras regresaba a casa por el mismo camino que había recorrido por la mañana, volví a percibir esas mariposas que habían revoloteado sobre los pensamientos que bordeaban los jardines, pero esta vez dentro del estómago.

por @mbellido

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