La ciudad semidesierta

30 de julio. Muchas ciudades se van quedando vacías. Son muchas las personas que veranean en agosto y están huyendo en estos momentos de la rutina, del asfalto recalentado, del trabajo y del calor, buscando sombra debajo de la sombrilla en las playas, fresco en la montaña o cultura y diversión en otras ciudades más frescas. El paisaje inevitable de agosto en las ciudades es más soportable porque se encuentra aparcamiento fácilmente, no hay colas ante las ventanillas de los bancos, no hay atascos y el tiempo parece caminar más lento. El espacio urbano se presenta como un lugar privilegiado para los que se quedan, porque pueden apropiarse más fácilmente de el, sin apenas competencia. La ciudad es un trozo de mundo y los turistas extranjeros hacen más visible esta fisonomía. Caminar por las calles semidesiertas ayuda al descubrimientos de los enigmas locales. El transeúnte en su caminar pausado se apropia de fragmentos que ya siempre le pertenecerán y en sus mentes se conforma la ciudad idealizada. La publicidad excesiva que invaden las ciudades se deshacen en verano y sus calles plazas y monumentos comienzan a girar entorno a ejes lógicos que nunca se habían advertidos tan claramente. En agosto desaparece el anonimato y los que se quedan se solidarizan unos con otros intercambiando en breves saludos los motivos de su permanencia. Por la calles se descubren vecinos no muchedumbre. En invierno nada de lo que está fuera de la propia casa pertenece a nadie; y, en consecuencia, no es de nadie. En agosto, en los que se quedan renace la vida civil casi por milagro y se es capaz de apreciar el valor simbólico social de cada esquina y también el valor cultural de cada rincón. Todo se convierte en patrimonio. Y cunde el enfado cuando se talan árboles, cuando se modifican los sentidos de circulación o se revierte asfalto sobre los adoquines primitivos. El destino de las ciudades en agosto es distinto y los que se quedan dejan de ser ocupantes, vuelven a ser ciudadanos.