Este verano hubo algún día que sentí el deseo de subirme sobre algún tejado de la ciudad y gritar palabras que quizás, hasta entonces, ni siquiera había susurrado en ningún oído amigo. Estaba en Bruselas, la espléndida habitación de mi hotel se comenzaba a inundar de las primeras luces del día. Era muy temprano y el primer telediario de una canal español de TV recorría la actualidad política de nuestro país. Ese conjunto de vanidad, de demagogia y de tacañería humana que desfilaba por la pantalla a través de intervenciones de políticos, sindicalistas y hombres de poder me estaba casi produciendo náuseas. ¿Que me importa que algunos digan que son de izquierda si en realidad son un puñado de individualistas? ¿Por qué lo pintan todo de un realismo socialista colectivo cuando lo que se dice es fruto y obra de las incongruencias de un dirigente trasnochado y anclado en el pasado? Apagué el televisor y me fui a pasear por las calles de Bruselas. Quería dejarme transportar por esa atmósfera seductora de la cultura que encuentro en ciertas ciudades europeas. Tenia necesidad de seguir creyendo en un futuro abierto, gozar de mi trabajo y de mi talento, respirar en la redacción la magia intelectual de las películas de Bergman y seguir manteniendo esa seguridad discreta y reservada que me hace recorrer sin encontronazos el difícil día a día de la política de mi tierra.
Entré en la catedral de St Michael y St Gudula ansioso, casi a la espera de un descubrimiento. Esos muros cristalizaban el gótico más puro y esa fina capa de luz casi imperceptible que cubría sus muros me invitaba a elevarme con el espíritu. La catedral estaba cargada de historia y, sin embargo, a mi me parecía casi sin edad. Era hermosa hoy porque no tenía arrugas en su alma. Sus piedras no tenían edad. Si hay perfección en el mundo, allí la había. Sus vidrieras renacentistas, en su mayoría del siglo XVI, el pulpito esculpido por H.F. Verbruggen, los confesionarios de roble, el imponente órgano Grenzing con 4.300 tubos. ¡Cuanta belleza! La catedral me sonrió y me hizo olvidar por un momento esa fealdad que el hombre sigue acumulando en las calles de este mundo. Pensaba en las imágenes que había visto en el telediario de la mañana: la “política” actual nos ciega y nos vacía los ojos de hermosura. Esta política intenta con argumentos embaucadores satisfacer a las personas y al mismo tiempo las reduce a cosas, chupándole el alma y consumándolas. Incluso lo sagrado y trascendente viene degradado a objetos ya vistos, extirpándole la sustancia. Respiré hondo en esa casa del espíritu. Esa hermosa catedral me infundió paz, dando significado a muchas cosas de la vida, con su belleza, con su utilidad e incluso con su límite. El artista o los artistas que la construyeron nos ponen hoy en comunión, no con la materia de la que ha sido construida, sino con algo que lleva la huella de lo eterno. Alguien, cerca de mí, comentaba a su acompañante: “Vamos ya, ¡todas las iglesias son iguales!” Y otra persona al otro lado que lo ha oído susurra: “¡Qué pena calumniar con la mirada tanta belleza!”. Salí de la catedral, el cielo de Bruselas también me sonreía, una serie de pequeñas nubes en fila como escolares entrando en clase iban pasando del blanco al rosa y del rosa al gris. No dije nada, pero la conmoción me podía.

por @mbellido

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