Es de noche, en la calle desierta de una ciudad anónima, un bar está aún abierto. Probablemente es ya de madrugada. La cristalera del bar  muestra en esa indeterminada hora de la madrugada a tres clientes –dos hombres y una mujer- ensimismados en un silencio impenetrable. Junto al camarero, que también tiene la mirada perdida, componen un frio paisaje de elementos sueltos y extraños entre sí. Esa imagen es, ineludiblemente “Noctámbulos”,  un cuadro que Edward Hopper pintó en 1942. Una pintura que es símbolo de la inexpresión emocional, de la ausencia de comunicación,  del aislamiento, de la soledad  urbana, de la alienación de las ciudades modernas. Me ha sucedido más de una vez, encontrarme en otra ciudad, lejos de la mía, alojado en uno de estos grandes y anónimos hoteles donde la cafetería se queda abierta casi toda noche. Recuerdo aquella noche en Bruselas, no tenia sueño y decidí tomarme un digestivo, antes de subir a la habitación. Sentados en otras butacas y taburetes había otras personas. Ninguna estaba acompañada. Al entrar crucé con algunos la mirada. El camarero se acercó después de un rato, sin prisa, despacioso pero elegante. Pedí un Fernet Branca, un licor digestivo de gusto amargo, hecho con la riqueza aromática de una decena de hierbas y especias de varios continentes. Desde algún borde de la cafetería alguien me miraba insistentemente. El resto, cinco o seis personas más,  fumaban, pensaban, fijaban la vista, sin interés, en la pantalla de videos musicales que pendía de una columna. Cada en su mundo, cada una un mundo. El anciano que me miraba  tenía el rostro triste, estaba enfundado en un abrigo negro empapado por la lluvia que caía en el exterior.  Por un momento redibujé en mi cabeza  la imagen de un mirlo mojado.

Primero me retraje, después me decidí. Con la copa de Fernet en la mano me levanté y me fui acercando a su mesa. Conforme me acercaba iba descubriendo en su rostro una piel deshecha, como deshecha estaba su mirada con el reflejo de aquellas luces intimistas que aterciopelaban el ambiente.« Bonsoir »,  le dije mientras me acercaba. « Je ne parle pas français, je parle russe seulement,  excuser ». Fue su respuesta, mientras giraba su cabeza y dirigía la mirada hacia el otro extremo de la cafetería. Yo también pedí disculpas. « Désolé » Me dirigí a la barra y pedí la cuenta al camarero. Mientras el camarero sacaba el ticket del ordenador de caja, pensé: “primero te retraes, después haces un esfuerzo por llevar compañía a quien piensas que sufre la soledad, después, sientes la sensación de marchitarte.  Mientras subía en el ascensor recordé el cuadro de Hopper. ¡Qué fácil desalmarse!, quedarse como una piedra, mirar la nada acrecentada y cerrar las ventanas y aislarse. Cuando llegué a la habitación sin quitarme la chaqueta y, ni siquiera aflojarme la corbata, escribí de un tirón un cuento. Lo titulé: “Historia para náufragos”. Era la historia de un desventurado no-vivir y estar solos en compañía.  Se desarrollaba en un inmenso océano, lleno de islas y, en cada una, un desventurado naufrago, que de vez en cuando sacudía la mano para saludar a los otros desventurados náufragos de las islas cercanas.

Detrás de la ventana, llovía. Muchas gotas desventuradamente solas, habían decidido ser, todas juntas, lluvia. Sobre las aceras se habían reunido en charcos que reflejaban las mil luces de colores que alumbraban la ciudad. Siempre hay un motivo para estar juntos.

por @mbellido

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