De golpe, me encontré este fin de semana narrando un viaje. Lo escribía en las páginas de unos de estos cuadernos de formato pequeño con pastas duras y páginas de colores que venden en las tiendas de los aeropuertos y las estaciones. Esta especie de cuento hablaba de un joven que decidió un día iniciar un viaje hacia el mar. En su maleta llevaba inocencia, melancolía, dolor, perdón y un poco de ternura. Marchando, dejaba a sus espaldas algún personaje entrañable y muchos otros que habiendo desnudado sus mundos interiores a partir de sus conductas le habían mostrado la pérfida maldad de la hipocresía y de los sepulcros blanqueados. Partía huyendo del absurdo y del esperpento que en los últimos años se habían convertido en espectros que le perseguían. En las primeras páginas de mi cuento intentaba exorcizar sus fantasmas, no evadiéndolos sino enfrentándolos en la escritura de esa historia con apariencia de ficción. Más tarde hice aparecer una figura femenina a la que el joven desde su sencillez e ingenuidad podía trasladar preguntas que obtenían respuestas oportunas, sensatas y a veces sabias. El joven era experto en provocar en la vida cotidiana una conexión con la infinita sabiduría que rige el cosmos, en una especie de diálogo certificador de que la belleza es el resplandor de la verdad. Se embarcó hacia el mar con esa brújula imaginaria, dejando una carta que permitía conocer a quien la leyera motivos sin culpas y una certeza que le había prestado un día Ignazio Silone: “Una dictadura es un régimen en el que la gente recita en lugar de pensar”
Ya sobre la cubierta derramó unas lágrimas que se perdieron en el oleaje que rompía sobre la proa del barco. A pesar de la niebla momentánea en sus ojos se esforzaba en avistar el misterio de aquella inmensidad y repitió con Gibran: “Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar”. Comenzaba la travesía y también él comenzó a escribir día a día en su diario su propio pasado y la constelación de experiencias que le había tocado vivir o tolerar. Comenzó escribiendo todo aquello que en su infancia y adolescencia le había influenciado, la relación con su padre, su tímido asomarse a la vida adulta, la trágica constatación del reparto grosero de papeles que a menudo el mundo concede: injusticia a los débiles e impunidad a los poderosos, persecución a los bondadosos e incienso a los infames.
En ese mar navegaba hacia otro mar, ansiando una nueva vida llena de oportunidades y de promesas. Decidió seguir creyendo en el amor, en ese amor que es capaz de vencerlo todo mientras damos vuelta en esa noria trascendente que nos hace nacer, morir, renacer y escoger en el vertiginoso movimiento de la libertad.
Miré el reloj, llevaba horas escribiendo y ahora no podía escribir el final de mi cuento porque había agotado todas las páginas del cuaderno. Me quedaban dos renglones y pensé en otra fábula, similar a esta y quizás con un mismo final. Entonces escribí en letras mayúsculas: “TODO LO QUE NACE DE UN ACTO DE AMOR NO DEBE SER JAMÁS CASTIGADO”. Mientras escribo estas últimas líneas recuerdo que la escuché un día de labios de un gran hombre: Karol Wojtyla.

por @mbellido

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