Ayer discutíamos un grupo de amigos con un psicólogo si era en el cerebro donde se encontraba la sede de las intenciones, de las creencias o de la felicidad. Él decía que muchas investigaciones que hoy se llevan a cabo sobre la felicidad dan por descontada la idea que evocando en una persona una reacción-emotivo-afectiva se ve claramente qué partes del cerebro se activan pero que también es verdad que a la hora de divulgar estos descubrimientos se cometían errores de enunciado por parte de los medios que podían confundir y citaba algunos ejemplos: “descubierto el gen del lenguaje” “localizada la parte del cerebro que supervisa el amor” Decía que estas explicaciones podían mal interpretarse, dando a entender que aquello que estamos buscando en el cerebro es una “cosa”. Le di la razón. Es la búsqueda de esta especie de cajita en el cerebro cuya activación me hace feliz lo que despierta también mi escepticismo y no es que no tenga confianza en el poder de razonamiento heurístico de la neurociencia. De hecho me apasiona leer los avances de ese conjunto de disciplinas científicas que estudian la estructura, la función, la bioquímica, la farmacología y la patología del sistema nervioso y cómo sus diferentes elementos interactúan, dando lugar a las bases biológicas de la conducta.
Lo que me resisto a creer es que la felicidad esté guardada en una cajita que se pueda abrir a través de un mecanismo científico o químico cada vez que queramos.
Observando el comportamiento de nuestras emociones a los largo del día vemos como la felicidad tiene la capacidad de aparecer y desaparecer de forma constante. Estoy seguro de que se activa cuando amamos o cuando nos sentimos amados. No nace del egoísmo, de la ociosidad o de la discordia y casi siempre la encontramos acompañada de belleza, de armonía y verdad.
Lo más probable es que la felicidad sea un fenómeno que surge de las relaciones personales ricas. Las relaciones son fruto de nuestro interés por cultivarlas, nacen de un deseo y de una voluntad.
Las buenas relaciones son plantas delicadas que se cuidan a diario tengamos o no tengamos ganas. Hace años escuché decir a propósito de la felicidad al médico tibetano del Dalái Lama que había que sonreír sin ganas hasta que llegaran las ganas. Ahora recuerdo también ese maravilloso pensamiento que un día expresó el filósofo, físico y matemático alemán Gottfried Wilhelm Leibniz: “Amar es encontrar en la felicidad de otro tu propia felicidad”