Julio de 1984. Milán se prepara para afrontar otro verano bochornoso de calor. Yo había llegado hace unos días en tren desde Florencia a la Stazione Milano Centrale. Mi estancia en Milán había sido por motivos de trabajo: varias reuniones con algunos redactores de periódicos y emisoras de radios,  y después otra cita en Segrate en el Palazzo Mondadori, para entregar un reportaje  en la redacción de la revista EPOCA. En aquella época yo llevaba siempre conmigo una Polaroid para inmortalizar -es lo que yo pensaba en aquellos años- las cosas que en ciertos momentos se ven deprisa y poder mirarlas con detenimiento cuando nos paramos. La Estación Central de Milán a ciertas horas es casi intransitable, centenares de personas van y vienen y tienes que ir esquivándolas para no estrellarte de tropezón en tropezón.  Había llegado con tiempo para coger el tren de regreso a Florencia. Siempre atento a mis  pertenencias ya que el despiste en aquellos años te podía dar algún disgusto, me senté en un banco al inicio del andén donde tendría que llegar mi tren. Una estación es un sitio donde encuentras a gente que huye y a gente que vuelve. Así que mientras esperaba observaba a todas esas personas que pasaban, imaginando de cada uno su historia. Después de unos minutos llegaron dos chicas, una más joven en silla de ruedas y otra algo más mayor empujándola. Angélica y Elena se pararon junto al banco. Después de un poco comenzamos a hablar. Iban también a Florencia.  Por la  conversación que continuó más tarde en el tren, supe que las dos habían tenido que atravesar con esfuerzo barreras que la vida les había puesto por delante. La primera, Angélica, por la enfermedad que la había relegado a una silla de ruedas; la segunda, Elena,  por la lucha que había tenido que sostener para evitar un destino de ignorancia y miseria en un pueblecillo del sur de Italia donde había nacido en el seno de una familia muy pobre. La experiencia de estas dos chicas me impresionó al extremo que aún hoy me vuelve de vez en cuando al recuerdo. Las dos habían vivido, primeramente, un escenario de incertezas, dolores, tensiones y retos y después algo en común, la amistad que en un momento de sus vidas las unió abriéndoles también perspectivas inesperadas y una buena dosis de esperanza. Habían sido capaces las dos de reaccionar ante las dificultades, apropiándose en ese esfuerzo de sensaciones positivas y apropiándose de nuevos aspectos de provecho e interesantes de la vida.  Eran capaces, en esos momentos de mostrarme la “alegría de vivir”, a sabiendas de que aceptaban del presente lo que les regalaba cada momento, sin decorarlo demasiado con banales deseos. Buena parte de la sociedad sufre una especie de cansancio vital producido por la insatisfacción, condenados a ambicionar cada día un futuro que no existe y que quizás no llegará nunca, empujada por el deseo de tener más y sobre todo por el miedo al fracaso.  De hecho, la ilusión de nuestra época parece ser solo el éxito. Quizás Angélica y Elena habían entendido que una misma llave abre la existencia a vivir bien o a vivir mal, a vivir desamparados y ansiosos o a descubrir la alegría de vivir con todo aquello que de hermoso la vida nos regala cada día, sin miedo a equivocarnos y explorando y descubriendo la novedad y la sabiduría que se esconde en cada experiencia. Un día habían encontrado a Madre Teresa de Calcuta en una Jornada organizada por la Diócesis de Milán. Este encuentro les acercó con naturalidad el rostro íntimo de Dios, haciéndole presente en las múltiples facetas de la vida. Se sabe que el ser humano de hoy escucha con más interés a los testigos que a los maestros. El testimonio de Madre Teresa a estas dos chicas llenó sus vidas de esperanza.

por @mbellido

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