Los ves en las puertas de los edificios oficiales o en los de oficinas. Llueva, haga frío, o calor, allí están. Son los fumadores. A media mañana, a media tarde y en ocasiones varias veces durante la jornada laboral. He observado también mientras comía en algún restaurante donde la prohibición era total, como alguien se alzaba de repente y salía a la calle entre plato y plato, no para tomar una bocanada de aire, sino una de tabaco. Sucede en las fiestas, en los actos oficiales, en los cócteles, alguien desparece por un momento y no es precisamente para ir al aseo. Van a buscar un rincón al aire libre, un jardín o un patio donde ir a “quitarse el mono”. Muchos días, cuando llego de noche a casa, veo en los balcones de la calle algún vecino apoyado a la barandilla, con la mirada perdida, dando alguna calada al cigarrillo antes de irse a la cama. A los que están enganchados sin remedio no hay quien los pare. Ni siquiera esas lúgubres y negras frases sobre los paquetes de tabaco anunciando que su contenido mata. El fumador es, hoy en día, un personaje criminalizado y demonizado, mirado con piedad por algunos que lo consideran un enfermo y con rencor por otros que lo consideran un envenenador del aire. Quien no fuma pone de relieve en sus consideraciones que el fumador apesta, tiene los dientes amarillos, mal aliento y, además, contamina. Vamos, que para algunas familias, tener un fumador en casa, es ya una desgracia. No es agradable besar a alguien que acaba de fumarse un cigarrillo. Una amiga mía decía que cuando besaba al novio después de haber fumado tenía la impresión de besar un cenicero sucio. Y ni siquiera los caramelos de menta o lo chicles de hierbabuena logran camuflar el fuerte olor. Cada vez quedan menos espacios para los consumidores de este vicio humeante, la sociedad y las legislaciones más o menos acertadas de los gobiernos están reduciendo el número de fumadores. Menos mal que nos queda en el recuerdo la imagen de Humphrey Bogart mientras saborea un cigarrillo en Casa Blanca o aquellas actrices en blanco y negro, con aquella peculiar manera que tenían de fumar cuando querían resultar sensuales. Fumar ya no rima con glamour, su fascino se quedó enlatado en las estanterías del séptimo arte.

por @mbellido

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