La fotografía me la acaba de enviar el amigo que se encuentra en la imagen detrás de mí. Trabajábamos juntos en un Centro Artístico en la Toscana en los años 70. Los cuadros que se ven en el fondo de la foto son míos.

Desde pequeño me dejé cautivar por la pintura. En el patio de la casa donde nací y viví hasta la adolescencia, durante años, todos los días, hiciese frio o calor, veía sentado  delante de su caballete a José Luis Reguera, un joven taciturno y silencioso, acariciando diestramente su pinceles sobre las mezclas de oleos, que cubrían su paleta, para después convertirlos en paisajes sobre el lienzo.  Creo que José Luis no solo me inducia a amar la  pintura, me transmitía con su paciente labor algo de sus obsesiones, de su vida y de sus pasiones.  Más tarde, en mi juventud, y durante cerca de dos años, trabajé en ese  centro artístico en la Toscana al que antes aludía. Allí pude experimentar  a través de los cuadros que pintaba,  esa pasión de los colores y de las formas que pone la piel de gallina al alma. Pintaba naif y fragmentos  de paisajes, siempre soleados y colmados de plantas y de flores. En aquel periodo pensaba que la Naturaleza podía salvar al ser humano, que hombre y naturaleza podían crear una relación entre ambos absolutamente empática. Muchos de mis cuadros eran una especie de refugio natural donde podía sentirme a gusto y seguro, donde podía escuchar la música de las flores, de los arboles, de la hierba y del viento. Cualquier estación del año se escondiese detrás de mis paisajes reflejaban un estado de ánimo siempre sereno. Eran momentos distintos, como distintos eran los colores, diversos sí, pero ninguno fatal.   Era el péndulo en mi existencia  que oscilaba al ritmo natural de la vida humana, que encuentra cada día sus equilibrios entre dos extremos: el dolor y la alegría. Mi pintura no era ni demasiado publicitaria ni demasiado impersonal, era una pintura simple e ingenua, que no hacía preguntas. Ni que decir tiene que frecuentaba a menudo la Galleria degli Uffizi en Florencia, me alimentaba de toda la belleza y todos los misterios que escondían esas obras de arte. Cuando miraba una tela de Rubens, Caravaggio, Duccio di Boninsegna,  Giotto, Fra Angelico, Filippo Lippi o Botticelli, me parecía de entrar literalmente en trance. En aquellos momentos mi sueño era vivir en el arte, del arte y por el arte toda la vida.

Quizás pensándolo bien, lo que en realidad deseaba, era vivir siempre enamorado de la belleza, experimentar cada día lo  inesperado, la sorpresa o el estupor ante la vida, que son los elementos esenciales y característicos de la belleza, el primer peldaño para la comprensión de la bondad y de la verdad.

Ahora no dedico ya tiempo a la pintura, otras obligaciones  llenan mis días, sin embargo sigo creyendo, como afirmaba Dostoievski, que la belleza salvará al mundo. Los antiguos llamaron belleza al florecimiento de la virtud. El panorama planetario con su actualidad sangrienta y belicosa no es precisamente bello. Dolor, horror, desorientación, hambre, soledad, muerte  y todos los males y fealdades producidas por el egoísmo humano saltan cada día a la actualidad. Sin embargo, a veces, en esta caótica sociedad, basta una chispa de belleza para recordar al mundo que está llamado a elevar su  conciencia  colectiva a través de la solidaridad, y hacer  que el porvenir del hombre sea mejor.  En mi caso, sigo deseando que envejeciendo se convierta en cualidad interior. Hace años, hablando un día con Michel Pochet, un artista amigo, del que siempre recibí buenos impulsos me decía: “la belleza nutre nuestra mente y nuestros sentidos, como el pan cocido sobre la piedra caliente, la Belleza es la puerta hacia Dios para el hombre contemporáneo”.

por @mbellido

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