Estremecimiento infinito

Hoy me han contado una historia de amor reposada, profunda, de trasfondo trascendental, casi se diría apta para todos los públicos. Una historia que me ha emocionado, que me ha puesto la carne de gallina, que me ha hecho comprender que la nobleza aún existe en el corazón de muchos seres humanos. Un historia de belleza compartida.
Comprendo que cuando el amor llama a nuestra puerta nos regala un par de alas y unas cadenas, un cesto de sonrisas y torrentes de lágrimas. Da fuerza a nuestros brazos para dar caricias, sostener dolores y abrazar emociones. Nos da infierno y paraíso. Nos da un espejo y luz para encontrarnos. Música para llenar horas vacías y colores para pintar nuestros sentimientos. Cuando el amor traspasa nuestra puerta no nos sentimos ni falsos ni sinceros, nos sentimos nosotros mismos, ni diversos ni iguales, simplemente corazones. Más allá de esto, y de algunos errores disculpables, porque la cabeza siempre está en otro sitio y se camina a dos metros por encima del suelo, la gente a nuestro alrededor parece amable y comenzamos a ver lo bueno de los otros. El sol parece entrar siempre por nuestra ventana, el paisaje es soñado y nuestro caminar se hace despacioso. Los diálogos se llenan de silencios, de miradas profundas, de situaciones sugeridas por el deseo, impulsos inequívocos que alternan la calma y la pasión. Las palabras de amor son como la puntita de un iceberg, porque no aciertan a revelar toda su profundidad. Las películas nos emocionan, las novelas cuentan nuestra historia, las canciones roban nuestras expresiones más intimas y la fantasía va a menudo a la deriva corriendo detrás de horizontes fugitivos.
El amor no es un instante, es eternidad y sus abrazos son más que abrigos, sus sueños son semillas del Cielo. El amor es una barca que leva el ancla y se hace a la mar, es un cielo estrellado, un estremecimiento infinito. Es encanto.